¿Es importante que la Argentina tenga un sistema de partidos? ¿Cómo puede ayudarnos esto a encaminar al país hacia rumbos mas estables?¿Como funciona y qué consecuencias tiene la alternancia de las distintas ideas y de los partidos políticos en el mundo desarrollado?
Nuestra decadencia institucional es tal que contrasta con los países desarrollados que han logrado un nivel de riqueza cercana a la opulencia: EE.UU., Inglaterra, Canadá, Australia, Japón, Europa, y desde hace poco España, Irlanda, el Sudeste Asiático y ahora hasta nuestro vecino Chile y los ex países soviéticos van decididamente por ese camino.
Si vemos el funcionamiento político e institucional de dichos países, es posible que a varios de nosotros nos surja una pregunta: ¿Qué tiene la mayoría de los países del OCDE en común y que nosotros desconocemos? Un sistema de partidos políticos que funciona relativamente bien.
Esto ocurre cuando un partido representa a una parte de la sociedad y otro partido representa a otra parte (y ambos suman digamos un 90% de los votos dejando un 10% para repartir entre extremistas, innovadores o los eternos descontentos). Así, el otro siempre está representado. Algunos dicen que un partido es de derecha y otro de izquierda. Podríamos decir en nuestro caso, que un partido representa a quienes buscan algún favor, protección o beneficio del Estado, mientras el otro representa a las personas cuyo deseo es que el Estado no se entrometa, o se meta lo menos posible, que les confisque la menor cantidad de dinero y que, aún así, se indignarán frente a cualquier despilfarro del gobierno. En algunos casos, como en Alemania o Chile, un tercer partido intenta sobrevivir en el centro del tablero.Cuando el péndulo se inclina hacia el lado de los que piden, el peso del Estado se hace insoportable y triunfa el partido de los que quieren ponerle un freno y bajar los impuestos. Cuando el péndulo se inclina lo suficiente para expandir en demasía la brecha entre los que más tienen y los que menos tienen, el primer partido recupera el poder. Mientras tanto, en el parlamento se busca un consenso entre quienes quieren un mayor presupuesto para la Educación popular y quienes exigen que primero se utilice “bien” el dinero que ya se dispone para tal efecto. De tanto en tanto, un mal gobierno es repudiado por su propio grupo y así, de manera imperfecta y caótica, surge un cierto orden espontáneo que funciona bastante bien.Partidos, movimientos, izquierdas y derechas en la Argentina:En nuestro país, en cambio, creció un bipartidismo fundado en dos partidos confusos y confundidos que pretendían englobar a derechas e izquierdas. Ambos contenían socialistas, marxistas, desarrollistas, nacionalistas, personalistas, pseudo-liberales, anti-personalistas, estructuralistas... Sus diferencias son más de estilo y de modales que de políticas públicas. Ambos tienen un brazo renovador que busca el cambio, pero deviene inevitablemente en personalismos autoritarios que lideran grandes “movimientos históricos”. Uno se permite derrapar a los extremos. El otro es más moderado pero también más utópico e ineficiente. En cualquier caso, ambos partidos defienden a los pobres, indefensos y excluídos. Ambos protegen también a los sempiternos ricos empresarios y banqueros que rodean a cada gobierno de turno. Ambos promueven la justicia social, subir los impuestos y aumentar el tamaño del Estado Benefactor. Al final, cuando ese esquema termina estallando en hiper-inflación o hiper-recesión, el mismo partido propone un “ajuste” para encarrilar la economía. Esto significa, una gran devaluación, un poco de orden, para luego continuar el permanente y primordial objetivo de la Justicia Social aumentando tanto los impuestos como el despilfarro del Estado benefactor.En este modelo ambos partidos compiten por dar mayores prebendas y beneficios a un número cada vez mayor de ciudadanos, lo cual se ha dado en llamar “clientelismo”, y deriva inevitablemente en mayor pobreza, incultura y populismo.Sea como sea, uno de los dos partidos implosionó y hoy tiene escasos votos, y el otro explotó en varios pedazos. La crisis resultante nos llevó a tener en la actualidad más de 700 partidos a nivel nacional, número que se está incrementando. He aquí una oportunidad histórica.El caso español:En el caso español podemos encontrar una buena guía. Luego de la muerte de Franco, en 1975, surgieron 350 partidos que se disputaban el poder. Todavía a comienzos de los 80’s España no salía de su crisis y parecía más cercana al África que a Europa, Madrid parecía una mezcla de nuestros barrios del Once y Constitución. Hasta que un grupo de políticos y empresarios decidieron financiar a un solo partido, a cambio de que sea abierto y participativo, que tenga internas, competencia y mecanismos ágiles para ascender y descender. Así, se fusionaron 290 partidos en lo que fue la Unión de Centro Democrático. Desde entonces España mantiene un bipartidismo donde el PSOE y el Partido Popular se alternan en el poder. No es perfecto pero fue suficiente para que España alcanzara rápidamente el desarrollo promedio Europeo.He aquí una oportunidad como generación para gestar ese OTRO partido ALTERNATIVO, para enfrentar en el congreso al partido de la Justicia Social.
viernes, 29 de agosto de 2008
martes, 26 de agosto de 2008
Los manipuladores de la moneda
Se ha instalado profundamente la idea de que asistimos a una etapa de "inflación mundial". El alza en los precios del petróleo y de algunos alimentos, impulsan fuertemente esta teoría. Hasta la justifican con algún grado de pretendida solvencia.
Se suele definir a la inflación como el aumento generalizado de precios. Aceptando esa interpretación, significaría que el incremento en los precios relativos de algunas mercancías ( combustibles y alimentos ) no debería ser suficiente, para atribuir a estas subas la reaparición de un fenómeno que parecía ya superado en la década pasada.
Se podría inferir que la importancia y peso específico de los alimentos en la canasta básica impactan más que cualquier otro bien. Los combustibles hacen lo propio al ser uno de los determinantes directos o indirectos del costo de casi cualquier mercancía.
No deja de ser éste, un cambio, de los tantos que ha vivido la humanidad. Por significativo que parezca, es solo una modificación en los precios relativos de algunas mercaderías.
No obstante todo esto, que resulta demasiado evidente, pocos técnicos se animan a buscar explicaciones sólidas para este fenómeno que ahora muestra su cara globalizada. La literatura económica ha pretendido explicar de diferente manera el proceso inflacionario. Muchas de esas teorías, en realidad, confunden causas con efectos.
Resulta claro que la sociedad moderna ha desarrollado una profunda incapacidad para entender los mecanismos del mercado y se resiste, soñando con que puede dominarlo.
Los precios son el mecanismo más eficiente para establecer una adecuada asignación de recursos. Cuando estos son vulnerados en forma espuria, el mercado solo reacciona con naturalidad, intentando contrarrestar aquello que ha sido modificado contra su voluntad.
Simplificando, los precios suben básicamente cuando la demanda supera a la oferta, ya sea porque la primera sube, porque la segunda disminuye, o ambas.
La sociedad moderna no alcanza a percibir que, a la creciente demanda que empuja los precios, solo se la nivela con más oferta. Si no queremos que los precios suban, por alguna razón cultural o por esta cada vez más desarrollada pasión por la certidumbre, pues solo debemos allanar el camino para facilitar el rápido incremento de la oferta.
No nos debe espantar que algunos precios se disparen. El caso mas claro, es el de los alimentos, que ha sido provocado, entre otros motivos por la, cada vez más notoria, salida de la pobreza de muchas naciones populosas. Esto debería ser una buena noticia.
Sin embargo, los individuos tienen cada vez menos tolerancia a los cambios abruptos, mucho mas aun en precios que pueden impactar en el corto plazo en su calidad de vida. Esa actitud, es la que ha impulsado, en las últimas décadas, un demandante mecanismo social, que ha sido funcional para los dirigentes contemporáneos que alimentaron esta ridícula e ineficiente política de intervención monetaria.
Es que un sector importante de los intelectuales del mundo, especialmente académicos y economistas, han desarrollado teorías que se sostienen sobre la base de evitarle a la sociedad contratiempos indeseados. Han convencido a la comunidad que la intervención estatal puede ayudarla a evitarse problemas. Les han mentido absolutamente. No solo no lo evitan, sino que generan problemas mayores a los que pretenden evitar.
Los Bancos Centrales han transitado un camino, convenciéndose de que su función era lograr la estabilidad de precios a través de los siempre ingeniosos mecanismos del control monetario. Creyeron descubrir en la estabilidad de precios un valor. Confundieron economía sin inflación con ausencia de cambios en los precios relativos.
Los precios se mueven siempre selectivamente. En el mejor de los casos, nos advierten que debemos ajustar la oferta con más producción, o bien ir en busca de nuevas alternativas que permitan recuperar el equilibrio o alcanzar uno nuevo.
La idea de preservar el valor de la moneda ha sido la excusa perfecta para acumular un poder casi ilimitado en manos de los manipuladores profesionales. Parafraseando a Georges Clemenceau, la moneda es algo demasiado importante para dejarla en manos de economistas y políticos.
Los siempre dispuestos militantes del intervencionismo estatal, creen que con artificios, podrán amortiguar el cambio en los precios relativos. Asistimos entonces, a tiempos donde los manipuladores de la moneda están en su salsa, provocando por doquier inflación. En algún caso, hasta se dan el lujo de exportarla a países que confían en su, cada vez más, opinable seriedad.
Los bancos centrales están perdiendo el rumbo. Los políticos de turno creen tener todo bajo control. Están provocando una crisis mayor que la que pretenden evitar. Como decía Lord Maynard Keynes, en una de sus pocas frases acertadas, en la economía se puede hacer de todo, salvo evitar las consecuencias.
Cuando el mundo deje de ver fantasmas en cada cambio de precios relativos, cuando la sociedad deje de asustarse y comprenda que el mecanismo de precios es el mejor parámetro para orientar la asignación inteligente de recursos, ese día dejaremos de ser prisioneros de los manipuladores de la moneda.
Mientras tanto, preparémonos para vivir bajo sus órdenes. Ellos decidirán lo que debe subir y lo que debe bajar, cuando y de que manera. Para ello, nos harán pagar el precio más alto que una sociedad puede soportar, el de la desvalorización de la moneda. Provocarán inflación allí donde no la hay, apelando a la más moderna compulsión de imprimir billetes sin sustento. Los principales bancos centrales del mundo no están dispuestos a soportar una transición que desacelere la economía mundial. Mucho menos aun, toleraran un periodo recesivo. Prefieren una inflación que sostenga ficticiamente el nivel de actividad. Eso ya está a la vista.
Han convencido a la sociedad de que pueden ayudarla con sofisticadas teorías, buscando responsables de la inflación en mecanismos tan perversos como falaces. Estamos en sus manos. Al menos por ahora, ganan los manipuladores de la moneda.
Alberto Medina Méndez
Se suele definir a la inflación como el aumento generalizado de precios. Aceptando esa interpretación, significaría que el incremento en los precios relativos de algunas mercancías ( combustibles y alimentos ) no debería ser suficiente, para atribuir a estas subas la reaparición de un fenómeno que parecía ya superado en la década pasada.
Se podría inferir que la importancia y peso específico de los alimentos en la canasta básica impactan más que cualquier otro bien. Los combustibles hacen lo propio al ser uno de los determinantes directos o indirectos del costo de casi cualquier mercancía.
No deja de ser éste, un cambio, de los tantos que ha vivido la humanidad. Por significativo que parezca, es solo una modificación en los precios relativos de algunas mercaderías.
No obstante todo esto, que resulta demasiado evidente, pocos técnicos se animan a buscar explicaciones sólidas para este fenómeno que ahora muestra su cara globalizada. La literatura económica ha pretendido explicar de diferente manera el proceso inflacionario. Muchas de esas teorías, en realidad, confunden causas con efectos.
Resulta claro que la sociedad moderna ha desarrollado una profunda incapacidad para entender los mecanismos del mercado y se resiste, soñando con que puede dominarlo.
Los precios son el mecanismo más eficiente para establecer una adecuada asignación de recursos. Cuando estos son vulnerados en forma espuria, el mercado solo reacciona con naturalidad, intentando contrarrestar aquello que ha sido modificado contra su voluntad.
Simplificando, los precios suben básicamente cuando la demanda supera a la oferta, ya sea porque la primera sube, porque la segunda disminuye, o ambas.
La sociedad moderna no alcanza a percibir que, a la creciente demanda que empuja los precios, solo se la nivela con más oferta. Si no queremos que los precios suban, por alguna razón cultural o por esta cada vez más desarrollada pasión por la certidumbre, pues solo debemos allanar el camino para facilitar el rápido incremento de la oferta.
No nos debe espantar que algunos precios se disparen. El caso mas claro, es el de los alimentos, que ha sido provocado, entre otros motivos por la, cada vez más notoria, salida de la pobreza de muchas naciones populosas. Esto debería ser una buena noticia.
Sin embargo, los individuos tienen cada vez menos tolerancia a los cambios abruptos, mucho mas aun en precios que pueden impactar en el corto plazo en su calidad de vida. Esa actitud, es la que ha impulsado, en las últimas décadas, un demandante mecanismo social, que ha sido funcional para los dirigentes contemporáneos que alimentaron esta ridícula e ineficiente política de intervención monetaria.
Es que un sector importante de los intelectuales del mundo, especialmente académicos y economistas, han desarrollado teorías que se sostienen sobre la base de evitarle a la sociedad contratiempos indeseados. Han convencido a la comunidad que la intervención estatal puede ayudarla a evitarse problemas. Les han mentido absolutamente. No solo no lo evitan, sino que generan problemas mayores a los que pretenden evitar.
Los Bancos Centrales han transitado un camino, convenciéndose de que su función era lograr la estabilidad de precios a través de los siempre ingeniosos mecanismos del control monetario. Creyeron descubrir en la estabilidad de precios un valor. Confundieron economía sin inflación con ausencia de cambios en los precios relativos.
Los precios se mueven siempre selectivamente. En el mejor de los casos, nos advierten que debemos ajustar la oferta con más producción, o bien ir en busca de nuevas alternativas que permitan recuperar el equilibrio o alcanzar uno nuevo.
La idea de preservar el valor de la moneda ha sido la excusa perfecta para acumular un poder casi ilimitado en manos de los manipuladores profesionales. Parafraseando a Georges Clemenceau, la moneda es algo demasiado importante para dejarla en manos de economistas y políticos.
Los siempre dispuestos militantes del intervencionismo estatal, creen que con artificios, podrán amortiguar el cambio en los precios relativos. Asistimos entonces, a tiempos donde los manipuladores de la moneda están en su salsa, provocando por doquier inflación. En algún caso, hasta se dan el lujo de exportarla a países que confían en su, cada vez más, opinable seriedad.
Los bancos centrales están perdiendo el rumbo. Los políticos de turno creen tener todo bajo control. Están provocando una crisis mayor que la que pretenden evitar. Como decía Lord Maynard Keynes, en una de sus pocas frases acertadas, en la economía se puede hacer de todo, salvo evitar las consecuencias.
Cuando el mundo deje de ver fantasmas en cada cambio de precios relativos, cuando la sociedad deje de asustarse y comprenda que el mecanismo de precios es el mejor parámetro para orientar la asignación inteligente de recursos, ese día dejaremos de ser prisioneros de los manipuladores de la moneda.
Mientras tanto, preparémonos para vivir bajo sus órdenes. Ellos decidirán lo que debe subir y lo que debe bajar, cuando y de que manera. Para ello, nos harán pagar el precio más alto que una sociedad puede soportar, el de la desvalorización de la moneda. Provocarán inflación allí donde no la hay, apelando a la más moderna compulsión de imprimir billetes sin sustento. Los principales bancos centrales del mundo no están dispuestos a soportar una transición que desacelere la economía mundial. Mucho menos aun, toleraran un periodo recesivo. Prefieren una inflación que sostenga ficticiamente el nivel de actividad. Eso ya está a la vista.
Han convencido a la sociedad de que pueden ayudarla con sofisticadas teorías, buscando responsables de la inflación en mecanismos tan perversos como falaces. Estamos en sus manos. Al menos por ahora, ganan los manipuladores de la moneda.
Alberto Medina Méndez
jueves, 14 de agosto de 2008
Sobre la libertad
Por John Stuart Mill
El objeto de este ensayo no es el llamado libre arbitrio, sino la libertad social o civil, es decir, la naturaleza y los límites del poder que puede ejercer legítimamente la sociedad sobre el individuo, cuestión que rara vez ha sido planteada y casi nunca ha sido discutida en términos generales, pero influye profundamente en las controversias prácticas del siglo por su presencia latente, y que, según todas las probabilidades, muy pronto se hará reconocer como la cuestión vital del porvenir. Está tan lejos de ser nueva esta cuestión, que en cierto sentido ha dividido a la humanidad, casi desde las más remotas edades, pero en el estado de progreso en que los grupos más civilizados de la especie humana han entrado ahora, se presenta bajo nuevas condiciones y requiere ser tratada de manera diferente y más fundamental.
La lucha entre la libertad y la autoridad es el rasgo más saliente de esas partes de la Historia con las cuales llegamos antes a familiarizarnos, especialmente en las historias de Grecia, Roma e Inglaterra. Pero en la antigüedad esta disputa tenía lugar entre los súbditos o algunas clases de súbditos y el Gobierno. Se entendía por libertad la protección contra la tiranía de los gobiernos políticos. Se consideraba que éstos (salvo en algunos gobiernos democráticos de Grecia), se encontraban necesariamente en una posición antagónica a la del pueblo que gobernaban. El Gobierno estaba ejercido por un hombre, una tribu o una casta que derivaba su autoridad del derecho de sucesión o de conquista, que en ningún caso contaba con el asentamiento de los gobernadores y cuya supremacía los hombres no osaban, ni acaso tampoco deseaban, discutir, cualesquiera que fuesen las precauciones que tomaran contra su opresivo ejercicio. Se consideraba el poder de los gobernantes como necesario, pero también como altamente peligroso; como un arma que intentarían emplear tanto contra sus súbditos como contra los enemigos exteriores. Para impedir que los miembros más débiles de la comunidad fuesen devorados por los buitres, era indispensable que un animal de presa, más fuerte que los demás, estuviera encargado de contener a estos voraces animales. Pero como el rey de los buitres no estaría menos dispuesto que cualquiera de las arpías menores a devorar el rebaño, hacía falta estar constantemente a la defensiva contra su pico y sus garras. Por esto, el fin de los patriotas era fijar los límites del poder que al gobernante le estaba consentido ejercer sobre la comunidad, y esta limitación era lo que entendían por libertad. Se intentaba de dos maneras: primera, obteniendo el reconocimiento de ciertas inmunidades llamadas libertades o derechos políticos, que el Gobierno no podía infringir sin quebrantar sus deberes, y cuya infracción, de realizarse, llegaba a justificar una resistencia individual y hasta una rebelión general. Un segundo posterior expediente fue el establecimiento de frenos constitucionales, mediante los cuales el consentimiento de la comunidad o de un cierto cuerpo que se suponía el representante de sus intereses, era condición necesaria para algunos de los actos más importantes del poder gobernante. En la mayoría de los países de Europa, el Gobierno ha estado más o menos ligado a someterse a la primera de estas restricciones. No ocurrió lo mismo con la segunda; y el llegar a ella, o cuando se la había logrado ya hasta un cierto punto, el lograrla completamente fue en todos los países el principal objetivo de los amantes de la libertad. Mientras la humanidad estuvo satisfecha con combatir a un enemigo por otro y ser gobernada por un señor a condición de estar más o menos eficazmente garantizada contra su tiranía, las aspiraciones de los liberales pasaron más adelante.
Llegó un momento, sin embargo, en el progreso de los negocios humanos en el que los hombres cesaron de considerar como una necesidad natural el que sus gobernantes fuesen un poder independiente, con un interés opuesto al suyo. Les pareció mucho mejor que los diversos magistrados del Estado fuesen sus lugartenientes o delegado revocables a su gusto. Pensaron que sólo así podrían tener completa seguridad de que no se abusaría jamás en su perjuicio de los poderes de gobierno. Gradualmente esta nueva necesidad de gobernantes electivos y temporales hizo el objeto principal de las reclamaciones del partido popular, en donde quiera que tal partido existió; y vino a reemplazar, en una considerable extensión, los esfuerzos procedentes para limitar el poder de los gobernantes. Como en esta lucha se trataba de hacer emanar el poder gobernante de la elección periódica de los gobernados, algunas personas comenzaron a pensar que se había atribuido una excesiva importancia a la idea de limitar el poder mismo. Esto (al parecer) fue un recurso contra los gobernantes cuyos intereses eran habitualmente opuestos a los del pueblo. Lo que ahora se exigía era que los gobernantes estuviesen identificados con el pueblo, que su interés y su voluntad fueran el interés y la voluntad de la nación. La nación no tendría necesidad de ser protegida contra su propia voluntad. No habría temor de que se tiranizase a sí misma. Desde el momento en que los gobernantes de una nación eran eficazmente responsables ante ella y fácilmente revocables a su gusto, podía confiarles un poder cuyo uso a ella misma correspondía dictar. Su poder era el propio poder de la nación concentrado y bajo una forma cómoda para su ejercicio. Esta manera de pensar, o acaso más bien de sentir, era corriente en la última generación del liberalismo europeo, y, al parecer, prevalece todavía en su rama continental. Aquellos que admiten algunos límites a lo que un Gobierno puede hacer (excepto si se trata de gobiernos tales que, según ello, no deberían existir), se distinguen como brillantes excepciones, entre los pensadores políticos del continente. Una tal manera de sentir podría prevalecer actualmente en nuestro país, si no hubieran cambiado las circunstancias que en su tiempo la fortalecieron.
Pero en las teorías políticas y filosóficas, como en las personas, el éxito saca a la luz defectos y debilidades que el fracaso nunca hubiera mostrado a la observación. La idea de que los pueblos no tienen necesidad de limitar su poder sobre sí mismo podía parecer un axioma cuando el gobierno popular era una cosa acerca de la cual no se hacía más que soñar o cuya existencia se leía tan sólo en la historia de alguna época remota. Ni hubo de ser turbada esta noción por aberraciones temporales tales como las de la Revolución francesa, de las cuales las peores fueron obra de una minoría usurpadora y que, en todo caso, no se debieron a la acción permanente de las instituciones populares, sino a una explosión repentina y convulsiva contra el despotismo monárquico y aristocrático. Llegó, sin embargo, un momento en que una república democrática ocupó una gran parte del superficie de la tierra y se mostró como uno de los miembros más poderosos de la comunidad de las naciones; y el gobierno electivo y responsable se hizo blanco de esas observaciones y críticas que se dirigen a todo gran hecho existente. Se vio entonces que frases como el “poder sobre sí mismo” y el “poder de los pueblos sobre sí mismos”, no expresaban la verdadera situación de las cosas; el pueblo que ejerce el poder no es siempre el mismo pueblo sobre el cual es ejercido; y el “gobierno de sí mismo” de que se habla, no es el gobierno de cada uno por sí, sino el gobierno de cada uno por todos los demás. Además la voluntad del pueblo significa, prácticamente, la voluntad de la porción más numerosa o más activa del pueblo; de la mayoría o de aquellos que logran hacerse aceptar como tal; el pueblo, por consiguiente, puede desear oprimir a una parte de sí mismo, y las precauciones son tan útiles contra esto como contra cualquier otro abuso del Poder. Por consiguiente, la limitación del poder de gobierno sobre los individuos no pierde nada de su importancia aun cuando los titulares del Poder sean regularmente responsables hacia la comunidad, es decir, hacia el partido más fuerte de la comunidad. Esta visión de las cosas, adaptándose por igual a la inteligencia de los pensadores que a la inclinación de esas clases importantes de la sociedad europea a cuyos intereses, reales o supuestos, es adversa la democracia, no ha encontrado dificultad para hacerse aceptar; y en la especulación política se incluye ya la “tiranía de la mayoría” entre los males, contra los cuales debe ponerse en guardia la sociedad.
Como las demás tiranías, esta de la mayoría fue al principio temida, y lo es todavía vulgarmente, cuando obra, sobre todo, por medio de actos de las autoridades públicas. Pero las personas reflexivas se dieron cuenta de que cuando es la sociedad misma el tirano -la sociedad colectivamente, respecto de los individuos aislados que la componen- sus medios de tiranizar no están limitados a los actos que puede realizar por medio de sus funcionarios políticos. La sociedad puede ejecutar, y ejecuta, sus propios decretos; y si dicta malos decretos, en vez de buenos, o si los dicta a propósito de cosas en las que no debería mezclarse, ejerce una tiranía social más formidable que muchas de las opresiones políticas, ya que si bien, de ordinario, no tiene a su servicio penas tan graves, deja menos medios de escapar a ella, pues penetra mucho más en los detalles de la vida y llega a encadenar el alma. Por esto no basta la protección contra la tiranía del magistrado. Se necesita también protección contra la tiranía de la opinión y sentimiento prevalecientes; contra la tendencia de la sociedad a imponer, por medios distintos de las penas civiles, sus propias ideas y prácticas como reglas de conducta a aquellos que disientan de ellas; a ahogar el desenvolvimiento y, si posible fuera, a impedir la formación de individualidades originales y a obligar a todos los caracteres a moldearse sobre el suyo propio.
Hay un límite a la intervención legítima de la opinión colectiva en la independencia individual; encontrarle y defenderle contra toda invasión es tan indispensable a una buena condición de los asuntos humanos, como la protección contra el despotismo político.
Pero si esta proposición, en términos generales, es casi incontestable, la cuestión práctica de colocar el límite -como hacer el ajuste exacto entre la independencia individual y la intervención social- es un asunto en el que casi todo está por hacer. Todo lo que da algún valor a nuestra existencia, depende de la restricción impuesta a las acciones de los demás. Algunas reglas de conducta debe, pues, imponer, en primer lugar, la ley, y la opinión, después para muchas cosas a las cuales no puede alcanzar la acción de la ley. En determinarlo que deben ser estas reglas consiste la principal cuestión en los negocios humanos; pero si exceptuamos algunos de los casos más salientes, es aquella hacia cuya solución menos se ha progresado.
No hay dos siglos, ni escasamente dos países, que hayan llegado, respecto de esto, a la misma conclusión; y la conclusión de un siglo o de un país es causa de admiración para otro. Sin embargo, las gentes de un siglo o país dado no sospechan que la cuestión sea más complicada de lo que sería si se tratase de un asunto sobre el cual la especie humana hubiera estado siempre de acuerdo. Las reglas que entre ellos prevalecen les parecen evidentes y justificadas por sí mismas.
Esta completa y universal ilusión es uno de los ejemplos de la mágica influencia de la costumbre, que no es sólo, como dice el proverbio, una segunda naturaleza, sino que continuamente está usurpando el lugar de la primera. El efecto de la costumbre, impidiendo que se promueva duda alguna respecto a las reglas de conducta impuestas por la humanidad a cada uno, es tanto más completo cuanto que sobre este asunto no se cree necesario dar razones ni a los demás ni a uno mismo, La gente acostumbra a creer, y algunos que aspiran al título de filósofos la animan en esa creencia, que sus sentimientos sobre asuntos de tal naturaleza valen más que las razones, y las hacen innecesarias.
El principio práctico que la guía en sus opiniones sobre la regulación de la conducta humana es la idea existente en el espíritu de cada uno, de que debería obligarse a los demás a obrar según el gusto suyo y de aquellos con quienes él simpatiza. En realidad nadie confiesa que el regulador de su juicio es su propio gusto; pero toda opinión sobre un punto de conducta que no esté sostenida por razones sólo puede ser mirada como una preferencia personal; y si las razones, cuando se alegan, consisten en la mera apelación a una preferencia semejante experimentada por otras personas, no pasa todo de ser una inclinación de varios, en vez de ser la de uno solo. Para un hombre ordinario, sin embargo, su propia inclinación así sostenida no es sólo una razón perfectamente satisfactoria, sino la única que, en general, tiene para cualquiera de sus nociones de moralidad, gusto o conveniencias, que no estén expresamente inscritas en su credo religioso; y hasta su guía principal en la interpretación de éste. Por tanto, las opiniones de los hombres sobre lo que es digno de alabanza o merecedor de condena está afectadas por todas las diversas causas que influyen sobre sus deseos respecto a la conducta de los demás, causas tan numerosas como las que determinan sus deseos sobre cualquier otro asunto. Algunas veces su razón; en otros tiempos sus prejuicios o sus supersticiones; con frecuencia sus afecciones sociales; no pocas veces sus tendencias antisociales, su envidia o sus celos, su arrogancia o su desprecio; pero lo más frecuentemente sus propios deseos y temores, su legítimo o ilegítimo interés. En donde quiera que hay una clase dominante, una gran parte de la moralidad del país emana de sus intereses y de sus sentimientos de clase superior. La moral, entre los espartanos y los ilotas, entre los plantadores y los negros, entre los príncipes y los súbditos, entre los nobles y los plebeyos, entre los hombres y las mujeres, ha sido en su mayor parte criatura de esos intereses y sentimientos de clase; y las opiniones así engendradas reabran a su vez sobre los sentimientos morales de sus miembros de la clase dominante en sus recíprocas relaciones. Por otra parte, donde una clase, en otro tiempo dominante, ha perdido su predominio, o bien donde este predominio se ha hecho impopular, los sentimientos morales que prevalecen están impregnados de un impaciente disgusto contra la superioridad. Otro gran principio determinante de las reglas de conducta impuestas por las leyes o por la opinión, tanto respecto a los actos como respecto a las opiniones, ha sido el servilismo de la especie humana hacia las supuestas preferencias o aversiones de sus señores temporales o de sus dioses. Este servilismo, aunque esencialmente egoísta, no es hipócrita, y ha hecho nacer genuinos sentimiento de horror; él ha llevado a los hombres a quemar nigromantes y herejes. Entre tantas viles influencias, los intereses evidentes y generales de la sociedad han tenido, naturalmente, una parte, y una parte importante en la dirección de los sentimientos morales: menos, sin embargo, por su propio valor que como una consecuencia de las simpatías o antipatías que crecieron a su alrededor; simpatías y antipatías que, teniendo poco o nada que ver con los intereses de la sociedad, han dejado sentir su fuerza en el establecimiento de los principios morales.
Así los gustos o disgustos de la sociedad o de alguna poderosa porción de ella, son los que principal y prácticamente han determinado las reglas impuestas a la general observancia con la sanción de la ley o de la opinión.
Y, en general, aquellos que en ideas y sentimientos estaban más adelantados que la sociedad, han dejado subsistir en principio, intacto, este estado de cosas, aunque se hayan podido encontrar en conflicto con ella en algunos de sus detalles. Se han preocupado más de saber qué es lo que a la sociedad debía agradar o no que de averiguar si sus preferencias o repugnancias debían o no ser ley para los individuos. Han preferido procurar el cambio de los sentimientos de la humanidad en aquello en que ellos mismos eran herejes, a hacer causa común con los herejes, en general, para la defensa de la libertad. El caso de la fe religiosa es el único en que por todos, a parte de individualidades aisladas, se ha adoptado premeditadamente un criterio elevado y se le ha mantenido con constancia: un caso instructivo en muchos aspectos, y no en el que menos en aquel en que representa uno de los más notables ejemplos de la falibilidad de lo que se llama el sentido moral, pues el odium theologicum en un devoto sincero es uno de los casos más inequívocos de sentimiento moral. Los que primero se libertaron del yugo de lo que se llamó Iglesia Universal estuvieron, en general, tan poco dispuestos como la misma Iglesia a permitir la diferencia de opiniones religiosas. Pero cuando el fuego de la lucha se apagó, sin dar victoria completa a ninguna de las partes, y cada iglesia o secta se vio obligada a limitar sus esperanzas y a retener la posesión del terreno ya ocupado, las minorías, viendo que no tenían probabilidades de convertirse en mayorías, se vieron forzadas a solicitar autorización para disentir de aquellos a quienes no podían convertir. Según esto, los derechos del individuo contra la sociedad fueron afirmados sobre sólidos fundamentos de principio, casi exclusivamente en este campo de batalla, y en él fue abiertamente controvertida la pretensión de la sociedad de ejercer autoridad sobre los disidentes. Los grandes escritores a los cuales debe el mundo la libertad religiosa que posee, han afirmado la libertad de conciencia como un derecho inviolable y han negado, absolutamente, que un ser humanos pueda ser responsable ante otros por su creencia religiosa. Es tan natural, sin embargo, a la humanidad la intolerancia en aquello que realmente le interesa, que la libertad religiosa no ha tenido realización práctica en casi ningún sitio, excepto donde la indiferencia que no quiere ver turbada su paz por querellas teológicas ha echado su peso en la balanza. En las mentes de casi todas las personas religiosas, aun en los países más tolerantes, no es admitido sin reservas el deber de la tolerancia. Una persona transigirá con un disidente en materia de gobierno eclesiástico, pero no en materia de dogma; otra, puede tolerar a todo el mundo, menos a un papista o un unitario; otra, a todo el que crea en una religión revelada; unos cuentos, extenderán un poco más su caridad, pero se detendrá en la creencia en Dios y en la vida futura. Allí donde el sentimiento de la mayoría es sincero e intenso se encuentra poco abatida su pretensión a ser obedecido.
En Inglaterra, debido a las peculiares circunstancias de nuestra historia política, aunque el yugo de la opinión es acaso más pesado, el de la ley es más ligero que en la mayoría de los países de Europa; y hay un gran recelo contra la directa intervención del legislativo, o el ejecutivo, en la conducta privada, no tanto por una justificada consideración hacia la independencia individual como por la costumbre, subsistente todavía, de ver en el Gobierno el representante de un interés opuesto al público. La mayoría no acierta todavía a considerar el poder del Gobierno como su propio poder, ni sus opiniones como las suyas propias. Cuando lleguen a eso, la libertad individual se encontrará tan expuesta a invasiones del Gobierno como ya lo está hoy a invasiones de la opinión pública. Más, sin embargo, como existe un fuerte sentimiento siempre dispuesto a salir al paso de todo intento de control legal de los individuos, en cosas en las que hasta entonces no habían estado sujetas a él, y esto lo hace con muy poco discernimiento en cuanto así la materia está o no dentro de la esfera del legítimo control legal, resulta que ese sentimiento, altamente laudable en conjunto, es con frecuencia tan inoportunamente aplicado como bien fundamentado en los casos particulares de su aplicación.
Realmente no hay un principio generalmente aceptado que permita determinar de un modo normal y ordinario la propiedad o impropiedad de la intervención del Gobierno. Cada uno decide según sus preferencias personales. Unos, en cuanto ven un bien que hacer o un mal que remediar instigarían voluntariamente al Gobierno para que emprendiese la tarea; otros, prefieren soportar casi todos los males sociales antes que aumentar la lista de los intereses humano susceptibles de control gubernamental. Y los hombres se colocan de un lado o del otro, según la dirección general de sus sentimientos, el grado de interés que sienten por la cosa especial que el Gobierno habría de hacer, o la fe que tengan en que el Gobierno la haría como ellos prefiriesen, pero muy rara vez en vista de una opinión permanente en ellos, en cuanto a qué cosas son propias para ser hechas por un Gobierno. Y en mi opinión, la consecuencia de esta falta de regla o principio es que tan pronto es un partido el que yerra como el otro; con la misma frecuencia y con igual impropiedad se invoca y se condena la intervención del Gobierno.
El objeto de este ensayo es afirmar un sencillo principio destinado a regir absolutamente las relaciones de la sociedad con el individuo en lo que tengan de compulsión o control, ya sean los medios empleados la fuerza física en forma de penalidades legales o la coacción moral de la opinión pública.
Este principio consiste en afirmar que el único fin por el cual es justificable que la humanidad, individual o colectivamente, se entremeta en la libertad de acción de uno cualquiera de sus miembros, es la propia protección. Que la única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad, es evitar que perjudique a los demás. Su propio bien, físico o moral, no es justificación suficiente. Nadie puede ser obligado justificadamente a realizar o no realizar determinados actos, porque eso fuera mejor para él, porque le haría feliz, porque, en opinión de los demás, hacerlo sería más acertado o más justo.
Estas son buenas razones para discutir, razonar y persuadirle, pero no para obligarle o causarle algún perjuicio si obra de manera diferente Para justificar esto sería preciso pensar que la conducta de la que se trata de disuadirle producía un perjuicio a algún otro. La única parte de la conducta de cada uno por la que él es responsable ante la sociedad es la que se refiere a los demás. En la parte que le concierne meramente a él, su independencia es, de derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu, el individuo es soberano.
Casi es innecesario decir que esta doctrina es sólo aplicable a seres humanos en la madurez de sus facultades. No hablamos de los niños ni de los jóvenes que no hayan llegado a la edad que la ley fije como la de la plena masculinidad o femineidad. Los que están todavía en una situación que exige sean cuidados por otros, deben ser protegidos contra sus propios actos, tanto como contra los daños exteriores. Por la misma razón podemos prescindir de considerar aquellos estados atrasados de la sociedad en los que la misma raza puede ser considerada como en su minoría de edad. Las primeras dificultades en el progreso espontáneo son tan grandes que es difícil poder escoger los medios para vencerlas; y un gobernante lleno de espíritu de mejoramiento está autorizado para emplear todos los recursos mediante los cuales pueda alcanzar un fin, quizá inaccesible de otra manera. El despotismo es un modo legítimo de gobierno tratándose de bárbaros, siempre que su fin sea su mejoramiento, y que los medios se justifiquen por estar actualmente encaminados a ese fin. La libertad, como un principio, no tiene aplicación a un estado de cosas anterior al momento en que la humanidad se hizo capaz de mejorar por la libre y pacífica discusión. Hasta entonces, no hubo para ella más que la obediencia implícita a un Akbar o un Carlomagno, si tuvo la fortuna de encontrar alguno. Pero tan pronto como la humanidad alcanzó la capacidad de ser guiada hacia su propio mejoramiento por la convicción o la persuasión (largo período desde que fue conseguida en todas las naciones, del cual debemos preocuparnos aquí), la compulsión, bien sea en la forma directa, bien en la de penalidades por inobservancia, no es que admisible como un medio para conseguir su propio bien, y sólo es justificable para la seguridad de los demás.
Debe hacerse constar que prescindo de toda ventaja que pudiera derivarse para mi argumento de la idea abstracta de lo justo como de cosa independiente de la utilidad. Considero la utilidad como la suprema apelación en las cuestiones éticas; pero la utilidad, en su más amplio sentido, fundada en los intereses permanentes del hombre como un ser progresivo. Estos intereses autorizan, en mi opinión, el control externo de la espontaneidad individual sólo respecto a aquellas acciones de cada uno que hacer referencia a los demás. Si un hombre ejecuta un acto perjudicial a los demás, hay un motivo para castigarle, sea por la ley, sea, donde las penalidades legales no puedan ser aplicadas, por la general desaprobación. Hay también muchos actos beneficiosos para los demás a cuya realización puede un hombre ser justamente obligado, tales como atestiguar ante un tribunal de justicia, tomar la parte que le corresponda en la defensa común o en cualquier otra obra general necesaria al interés de la sociedad de cuya protección goza; así como también la de ciertos actos de beneficencia individual como salvar la vida de un semejante o proteger al indefenso contra los malos tratos, cosas cuya realización constituye en todo momento el deber de todo hombre, y por cuya inejecución puede hacérsele, muy justamente, responsable ante la sociedad. Una persona puede causar daño a otras no sólo por su acción, sino por su omisión, y en ambos casos debe responder ante ella del perjuicio. Es verdad que el caso último exige un esfuerzo de compulsión mucho más prudente que el primero. Hacer a uno responsable del mal que haya causado a otro es la regla general; hacerle responsable por no haber prevenido el mal, es, comparativamente, la excepción. Sin embargo, hay muchos casos bastante claros y bastante graves para justificar la excepción. En todas las cosas que se refieren a las relaciones externas del individuo, éste es, de jure, responsable ante aquellos cuyos intereses fueron atacados, y sin necesario fuera, ante la sociedad, como su protectora. Hay, con frecuencia, buenas razones para no exigirle esta responsabilidad; pero tales razones deben surgir de las especiales circunstancias del caso, bien sea por tratarse de uno en el cual haya probabilidades de que el individuo proceda mejor abandonado a su propia discreción que sometido a una cualquiera de las formas de control que la sociedad pueda ejercer sobre él, bien sea porque el intento de ejercer este control produzca otros males más grandes que aquellos que trata de prevenir. Cuando razones tales impidan que la responsabilidad sea exigida, la conciencia del mismo agente debe ocupar el lugar vacante del juez y proteger los intereses de los demás que carecen de una protección externa, juzgándose con la mayor rigidez, precisamente porque el caso no admite ser sometido al juicio de sus semejantes.
Pero hay una esfera de acción en la cual la sociedad, como distinta del individuo, no tiene, si acaso, más que un interés indirecto, comprensiva de toda aquella parte de la vida y conducta del individuo que no afecta más que a él mismo, o que si afecta también a los demás, es sólo por una participación libre, voluntaria y reflexivamente consentida por ellos. Cuando digo a él mismo quiero significar directamente y en primer lugar; pues todo lo que afecta a uno puede afectar a otros a través de él, y ya será ulteriormente tomada en consideración la objeción que en esto puede apoyarse. Esta es, pues, la razón propia de la libertad humana. Comprende, primero, el dominio interno de la conciencia; exigiendo la libertad de conciencia en el más comprensivo de sus sentidos; la libertad de pensar y sentir; la más absoluta libertad de pensamiento y sentimiento sobre todas las materias, prácticas o especulativas, científicas, morales o teológicas. La libertad de expresar y publicar las opiniones puede parecer que cae bajo un principio diferente por pertenecer a esa parte de la conducta de un individuo que se relaciona con los demás; pero teniendo casi tanta importancia como la misma libertad de pensamiento y descansando en gran parte sobre las mismas razones, es prácticamente inseparable de ella. En segundo lugar, es prácticamente inseparable de ella. En segundo lugar, la libertad humana exige libertad en nuestros gustos y en la determinación de nuestros propios fines; libertad para trazar el plan de nuestra vida según nuestro propio carácter para obrar como queramos, sujetos a las consecuencias de nuestros actos, sin que nos lo impidan nuestros semejantes en tanto no les perjudiquemos, a un cuando ellos puedan pensar que nuestra conducta es loca, perversa o equivocada. En tercer lugar, de esta libertad de cada individuo se desprende la libertad, dentro de los mismos límites, de asociación entre individuos: libertad de reunirse para todos los fines que no sean perjudicar a los demás; y en el supuesto de que las personas que se asocian sean mayores de edad y no vayan forzadas ni engañadas.
No es libre ninguna sociedad, cualquiera que sea su forma de gobierno, en la cual estas libertades no estén respetadas en su totalidad; y ninguna es libre por completo si no están en ella absoluta y plenamente garantizadas. La única libertad que merece este nombre es la de buscar nuestro propio bien, por nuestro camino propio, en tanto no privemos a los demás del suyo o les impidamos esforzarse por conseguirlo. Cada uno es el guardián natural de su propia salud, sea física, mental o espiritual. La humanidad sale más gananciosa consintiendo a cada cual vivir a su manera que obligándole a vivir a la manera de los demás.
Aunque esta doctrina no es nueva, y a alguien puede parecerle evidente por sí misma, no existe ninguna otra que más directamente se oponga a la tendencia general de la opinión y la práctica reinantes. La sociedad ha empleado tanto esfuerzo en tratar (según sus luces) de obligar a las gentes a seguir sus nociones respecto de perfección individual, como en obligarles a seguir las relativas a la perfección social. Las antiguas repúblicas se consideraban con título bastante para reglamentar, por medio de la autoridad pública, toda la conducta privada, fundándose en que el Estado tenía profundo interés en la disciplina corporal y mental de cada uno de los ciudadanos, y los filósofos apoyaban esta pretensión; modo de pensar que pudo ser admisible en pequeñas repúblicas rodeadas de poderosos enemigos, en peligro constante de ser subvertidas por ataques exteriores o conmociones internas, y a las cuales podía fácilmente ser fatal un corto período de relajación en la energía y propia dominación, lo que no las permitía esperar los saludables y permanentes efectos de la libertad. En el mundo moderno, la mayor extensión de las comunidades políticas y, sobre todo, la separación entre la autoridad temporal y la espiritual (que puso la dirección de la conciencia de los hombres en manos distintas de aquellas que inspeccionaban sus asuntos terrenos), impidió una intervención tan fuerte de la ley en los detalles de la vida privada; pero el mecanismo de la represión moral fue manejado más vigorosamente contra las discrepancias de la opinión reinante en lo que afectaba a la conciencia individual que en materias sociales; la religión, el elemento más poderoso de los que han intervenido en la formación del sentimiento moral, ha estado casi siempre gobernada, sea por la ambición de una jerarquía que aspiraba al control sobre todas las manifestaciones de la conducta humana, sea por el espíritu del puritanismo.
Y algunos de estos reformadores que se han colocado en la más irreductible oposición a las religiones del pasado, no se han quedado atrás, ni de las iglesias, ni de las sectas, a afirmar el derecho de dominación espiritual: especialmente M. Comte, en cuyo sistema social, tal como se expone en su Traité de Politique Positive, se tiende (aunque más bien por medios morales que legales) a un despotismo de la sociedad sobre el individuo, que supera todo lo que puede contemplarse en los ideales políticos de los más rígidos ordenancistas, entre los filósofos antiguos.
Aparte de las opiniones peculiares de los pensadores individuales, hay también en el mundo una grande y creciente inclinación a extender indebidamente los poderes de la sociedad sobre el individuo, no sólo por la fuerza de la opinión, sino también por la de la legislación; y como la tendencia de todos los cambios que tienen lugar en el mundo es a fortalecer la sociedad y disminuir el poder del individuo, esta intromisión no es uno de los males que tiendan a desaparecer espontáneamente, sino que, por el contrario, se hará más y más formidable cada día. Esta disposición del hombre, sea como gobernante o como ciudadano, a imponer sus propias opiniones e inclinaciones como regla de conducta para los demás, está tan enérgicamente sostenida por algunos de los mejores y algunos de los peores sentimientos inherentes a la naturaleza humana que casi nunca se contiene si no es por falta de poder; y como el poder no declina, sino que crece, debemos esperar, a menos que se levante contra el mal una fuerte barrera de convicción moral, que en las presentes circunstancias del mundo hemos de verle aumentar.
Será conveniente para el argumento que en vez de entrar, desde luego, en la tesis general, nos limitemos en el primer momento a una sola rama de ella, respecto de la cual el principio aquí establecido es, si no completamente, por lo menos hasta un cierto punto, admitido por las opiniones corrientes.
Esta rama es la libertad de pensamiento, de la cual es imposible separar la libertad conexa de hablar y escribir. Aunque estas libertades, en una considerable parte, integran la moralidad política de todos los países que profesan la tolerancia religiosa y las instituciones libres, los principios, tanto filosóficos como prácticos, en los cuales se apoyan, no son tan familiares a la opinión general ni tan completamente apreciados aún por muchos de los conductores de la opinión como podría esperarse. Estos principios, rectamente entendidos, son aplicables con mucha mayor amplitud de la que exige un solo aspecto de la materia, y una consideración total de esta parte de la cuestión será la mejor introducción para lo que ha de seguir. Espero me perdonen aquellos que nada nuevo encuentren en lo que voy a decir, por aventurarme a discutir una vez más un asunto que con tanto frecuencia ha sido discutido desde hace tres siglos.
La lucha entre la libertad y la autoridad es el rasgo más saliente de esas partes de la Historia con las cuales llegamos antes a familiarizarnos, especialmente en las historias de Grecia, Roma e Inglaterra. Pero en la antigüedad esta disputa tenía lugar entre los súbditos o algunas clases de súbditos y el Gobierno. Se entendía por libertad la protección contra la tiranía de los gobiernos políticos. Se consideraba que éstos (salvo en algunos gobiernos democráticos de Grecia), se encontraban necesariamente en una posición antagónica a la del pueblo que gobernaban. El Gobierno estaba ejercido por un hombre, una tribu o una casta que derivaba su autoridad del derecho de sucesión o de conquista, que en ningún caso contaba con el asentamiento de los gobernadores y cuya supremacía los hombres no osaban, ni acaso tampoco deseaban, discutir, cualesquiera que fuesen las precauciones que tomaran contra su opresivo ejercicio. Se consideraba el poder de los gobernantes como necesario, pero también como altamente peligroso; como un arma que intentarían emplear tanto contra sus súbditos como contra los enemigos exteriores. Para impedir que los miembros más débiles de la comunidad fuesen devorados por los buitres, era indispensable que un animal de presa, más fuerte que los demás, estuviera encargado de contener a estos voraces animales. Pero como el rey de los buitres no estaría menos dispuesto que cualquiera de las arpías menores a devorar el rebaño, hacía falta estar constantemente a la defensiva contra su pico y sus garras. Por esto, el fin de los patriotas era fijar los límites del poder que al gobernante le estaba consentido ejercer sobre la comunidad, y esta limitación era lo que entendían por libertad. Se intentaba de dos maneras: primera, obteniendo el reconocimiento de ciertas inmunidades llamadas libertades o derechos políticos, que el Gobierno no podía infringir sin quebrantar sus deberes, y cuya infracción, de realizarse, llegaba a justificar una resistencia individual y hasta una rebelión general. Un segundo posterior expediente fue el establecimiento de frenos constitucionales, mediante los cuales el consentimiento de la comunidad o de un cierto cuerpo que se suponía el representante de sus intereses, era condición necesaria para algunos de los actos más importantes del poder gobernante. En la mayoría de los países de Europa, el Gobierno ha estado más o menos ligado a someterse a la primera de estas restricciones. No ocurrió lo mismo con la segunda; y el llegar a ella, o cuando se la había logrado ya hasta un cierto punto, el lograrla completamente fue en todos los países el principal objetivo de los amantes de la libertad. Mientras la humanidad estuvo satisfecha con combatir a un enemigo por otro y ser gobernada por un señor a condición de estar más o menos eficazmente garantizada contra su tiranía, las aspiraciones de los liberales pasaron más adelante.
Llegó un momento, sin embargo, en el progreso de los negocios humanos en el que los hombres cesaron de considerar como una necesidad natural el que sus gobernantes fuesen un poder independiente, con un interés opuesto al suyo. Les pareció mucho mejor que los diversos magistrados del Estado fuesen sus lugartenientes o delegado revocables a su gusto. Pensaron que sólo así podrían tener completa seguridad de que no se abusaría jamás en su perjuicio de los poderes de gobierno. Gradualmente esta nueva necesidad de gobernantes electivos y temporales hizo el objeto principal de las reclamaciones del partido popular, en donde quiera que tal partido existió; y vino a reemplazar, en una considerable extensión, los esfuerzos procedentes para limitar el poder de los gobernantes. Como en esta lucha se trataba de hacer emanar el poder gobernante de la elección periódica de los gobernados, algunas personas comenzaron a pensar que se había atribuido una excesiva importancia a la idea de limitar el poder mismo. Esto (al parecer) fue un recurso contra los gobernantes cuyos intereses eran habitualmente opuestos a los del pueblo. Lo que ahora se exigía era que los gobernantes estuviesen identificados con el pueblo, que su interés y su voluntad fueran el interés y la voluntad de la nación. La nación no tendría necesidad de ser protegida contra su propia voluntad. No habría temor de que se tiranizase a sí misma. Desde el momento en que los gobernantes de una nación eran eficazmente responsables ante ella y fácilmente revocables a su gusto, podía confiarles un poder cuyo uso a ella misma correspondía dictar. Su poder era el propio poder de la nación concentrado y bajo una forma cómoda para su ejercicio. Esta manera de pensar, o acaso más bien de sentir, era corriente en la última generación del liberalismo europeo, y, al parecer, prevalece todavía en su rama continental. Aquellos que admiten algunos límites a lo que un Gobierno puede hacer (excepto si se trata de gobiernos tales que, según ello, no deberían existir), se distinguen como brillantes excepciones, entre los pensadores políticos del continente. Una tal manera de sentir podría prevalecer actualmente en nuestro país, si no hubieran cambiado las circunstancias que en su tiempo la fortalecieron.
Pero en las teorías políticas y filosóficas, como en las personas, el éxito saca a la luz defectos y debilidades que el fracaso nunca hubiera mostrado a la observación. La idea de que los pueblos no tienen necesidad de limitar su poder sobre sí mismo podía parecer un axioma cuando el gobierno popular era una cosa acerca de la cual no se hacía más que soñar o cuya existencia se leía tan sólo en la historia de alguna época remota. Ni hubo de ser turbada esta noción por aberraciones temporales tales como las de la Revolución francesa, de las cuales las peores fueron obra de una minoría usurpadora y que, en todo caso, no se debieron a la acción permanente de las instituciones populares, sino a una explosión repentina y convulsiva contra el despotismo monárquico y aristocrático. Llegó, sin embargo, un momento en que una república democrática ocupó una gran parte del superficie de la tierra y se mostró como uno de los miembros más poderosos de la comunidad de las naciones; y el gobierno electivo y responsable se hizo blanco de esas observaciones y críticas que se dirigen a todo gran hecho existente. Se vio entonces que frases como el “poder sobre sí mismo” y el “poder de los pueblos sobre sí mismos”, no expresaban la verdadera situación de las cosas; el pueblo que ejerce el poder no es siempre el mismo pueblo sobre el cual es ejercido; y el “gobierno de sí mismo” de que se habla, no es el gobierno de cada uno por sí, sino el gobierno de cada uno por todos los demás. Además la voluntad del pueblo significa, prácticamente, la voluntad de la porción más numerosa o más activa del pueblo; de la mayoría o de aquellos que logran hacerse aceptar como tal; el pueblo, por consiguiente, puede desear oprimir a una parte de sí mismo, y las precauciones son tan útiles contra esto como contra cualquier otro abuso del Poder. Por consiguiente, la limitación del poder de gobierno sobre los individuos no pierde nada de su importancia aun cuando los titulares del Poder sean regularmente responsables hacia la comunidad, es decir, hacia el partido más fuerte de la comunidad. Esta visión de las cosas, adaptándose por igual a la inteligencia de los pensadores que a la inclinación de esas clases importantes de la sociedad europea a cuyos intereses, reales o supuestos, es adversa la democracia, no ha encontrado dificultad para hacerse aceptar; y en la especulación política se incluye ya la “tiranía de la mayoría” entre los males, contra los cuales debe ponerse en guardia la sociedad.
Como las demás tiranías, esta de la mayoría fue al principio temida, y lo es todavía vulgarmente, cuando obra, sobre todo, por medio de actos de las autoridades públicas. Pero las personas reflexivas se dieron cuenta de que cuando es la sociedad misma el tirano -la sociedad colectivamente, respecto de los individuos aislados que la componen- sus medios de tiranizar no están limitados a los actos que puede realizar por medio de sus funcionarios políticos. La sociedad puede ejecutar, y ejecuta, sus propios decretos; y si dicta malos decretos, en vez de buenos, o si los dicta a propósito de cosas en las que no debería mezclarse, ejerce una tiranía social más formidable que muchas de las opresiones políticas, ya que si bien, de ordinario, no tiene a su servicio penas tan graves, deja menos medios de escapar a ella, pues penetra mucho más en los detalles de la vida y llega a encadenar el alma. Por esto no basta la protección contra la tiranía del magistrado. Se necesita también protección contra la tiranía de la opinión y sentimiento prevalecientes; contra la tendencia de la sociedad a imponer, por medios distintos de las penas civiles, sus propias ideas y prácticas como reglas de conducta a aquellos que disientan de ellas; a ahogar el desenvolvimiento y, si posible fuera, a impedir la formación de individualidades originales y a obligar a todos los caracteres a moldearse sobre el suyo propio.
Hay un límite a la intervención legítima de la opinión colectiva en la independencia individual; encontrarle y defenderle contra toda invasión es tan indispensable a una buena condición de los asuntos humanos, como la protección contra el despotismo político.
Pero si esta proposición, en términos generales, es casi incontestable, la cuestión práctica de colocar el límite -como hacer el ajuste exacto entre la independencia individual y la intervención social- es un asunto en el que casi todo está por hacer. Todo lo que da algún valor a nuestra existencia, depende de la restricción impuesta a las acciones de los demás. Algunas reglas de conducta debe, pues, imponer, en primer lugar, la ley, y la opinión, después para muchas cosas a las cuales no puede alcanzar la acción de la ley. En determinarlo que deben ser estas reglas consiste la principal cuestión en los negocios humanos; pero si exceptuamos algunos de los casos más salientes, es aquella hacia cuya solución menos se ha progresado.
No hay dos siglos, ni escasamente dos países, que hayan llegado, respecto de esto, a la misma conclusión; y la conclusión de un siglo o de un país es causa de admiración para otro. Sin embargo, las gentes de un siglo o país dado no sospechan que la cuestión sea más complicada de lo que sería si se tratase de un asunto sobre el cual la especie humana hubiera estado siempre de acuerdo. Las reglas que entre ellos prevalecen les parecen evidentes y justificadas por sí mismas.
Esta completa y universal ilusión es uno de los ejemplos de la mágica influencia de la costumbre, que no es sólo, como dice el proverbio, una segunda naturaleza, sino que continuamente está usurpando el lugar de la primera. El efecto de la costumbre, impidiendo que se promueva duda alguna respecto a las reglas de conducta impuestas por la humanidad a cada uno, es tanto más completo cuanto que sobre este asunto no se cree necesario dar razones ni a los demás ni a uno mismo, La gente acostumbra a creer, y algunos que aspiran al título de filósofos la animan en esa creencia, que sus sentimientos sobre asuntos de tal naturaleza valen más que las razones, y las hacen innecesarias.
El principio práctico que la guía en sus opiniones sobre la regulación de la conducta humana es la idea existente en el espíritu de cada uno, de que debería obligarse a los demás a obrar según el gusto suyo y de aquellos con quienes él simpatiza. En realidad nadie confiesa que el regulador de su juicio es su propio gusto; pero toda opinión sobre un punto de conducta que no esté sostenida por razones sólo puede ser mirada como una preferencia personal; y si las razones, cuando se alegan, consisten en la mera apelación a una preferencia semejante experimentada por otras personas, no pasa todo de ser una inclinación de varios, en vez de ser la de uno solo. Para un hombre ordinario, sin embargo, su propia inclinación así sostenida no es sólo una razón perfectamente satisfactoria, sino la única que, en general, tiene para cualquiera de sus nociones de moralidad, gusto o conveniencias, que no estén expresamente inscritas en su credo religioso; y hasta su guía principal en la interpretación de éste. Por tanto, las opiniones de los hombres sobre lo que es digno de alabanza o merecedor de condena está afectadas por todas las diversas causas que influyen sobre sus deseos respecto a la conducta de los demás, causas tan numerosas como las que determinan sus deseos sobre cualquier otro asunto. Algunas veces su razón; en otros tiempos sus prejuicios o sus supersticiones; con frecuencia sus afecciones sociales; no pocas veces sus tendencias antisociales, su envidia o sus celos, su arrogancia o su desprecio; pero lo más frecuentemente sus propios deseos y temores, su legítimo o ilegítimo interés. En donde quiera que hay una clase dominante, una gran parte de la moralidad del país emana de sus intereses y de sus sentimientos de clase superior. La moral, entre los espartanos y los ilotas, entre los plantadores y los negros, entre los príncipes y los súbditos, entre los nobles y los plebeyos, entre los hombres y las mujeres, ha sido en su mayor parte criatura de esos intereses y sentimientos de clase; y las opiniones así engendradas reabran a su vez sobre los sentimientos morales de sus miembros de la clase dominante en sus recíprocas relaciones. Por otra parte, donde una clase, en otro tiempo dominante, ha perdido su predominio, o bien donde este predominio se ha hecho impopular, los sentimientos morales que prevalecen están impregnados de un impaciente disgusto contra la superioridad. Otro gran principio determinante de las reglas de conducta impuestas por las leyes o por la opinión, tanto respecto a los actos como respecto a las opiniones, ha sido el servilismo de la especie humana hacia las supuestas preferencias o aversiones de sus señores temporales o de sus dioses. Este servilismo, aunque esencialmente egoísta, no es hipócrita, y ha hecho nacer genuinos sentimiento de horror; él ha llevado a los hombres a quemar nigromantes y herejes. Entre tantas viles influencias, los intereses evidentes y generales de la sociedad han tenido, naturalmente, una parte, y una parte importante en la dirección de los sentimientos morales: menos, sin embargo, por su propio valor que como una consecuencia de las simpatías o antipatías que crecieron a su alrededor; simpatías y antipatías que, teniendo poco o nada que ver con los intereses de la sociedad, han dejado sentir su fuerza en el establecimiento de los principios morales.
Así los gustos o disgustos de la sociedad o de alguna poderosa porción de ella, son los que principal y prácticamente han determinado las reglas impuestas a la general observancia con la sanción de la ley o de la opinión.
Y, en general, aquellos que en ideas y sentimientos estaban más adelantados que la sociedad, han dejado subsistir en principio, intacto, este estado de cosas, aunque se hayan podido encontrar en conflicto con ella en algunos de sus detalles. Se han preocupado más de saber qué es lo que a la sociedad debía agradar o no que de averiguar si sus preferencias o repugnancias debían o no ser ley para los individuos. Han preferido procurar el cambio de los sentimientos de la humanidad en aquello en que ellos mismos eran herejes, a hacer causa común con los herejes, en general, para la defensa de la libertad. El caso de la fe religiosa es el único en que por todos, a parte de individualidades aisladas, se ha adoptado premeditadamente un criterio elevado y se le ha mantenido con constancia: un caso instructivo en muchos aspectos, y no en el que menos en aquel en que representa uno de los más notables ejemplos de la falibilidad de lo que se llama el sentido moral, pues el odium theologicum en un devoto sincero es uno de los casos más inequívocos de sentimiento moral. Los que primero se libertaron del yugo de lo que se llamó Iglesia Universal estuvieron, en general, tan poco dispuestos como la misma Iglesia a permitir la diferencia de opiniones religiosas. Pero cuando el fuego de la lucha se apagó, sin dar victoria completa a ninguna de las partes, y cada iglesia o secta se vio obligada a limitar sus esperanzas y a retener la posesión del terreno ya ocupado, las minorías, viendo que no tenían probabilidades de convertirse en mayorías, se vieron forzadas a solicitar autorización para disentir de aquellos a quienes no podían convertir. Según esto, los derechos del individuo contra la sociedad fueron afirmados sobre sólidos fundamentos de principio, casi exclusivamente en este campo de batalla, y en él fue abiertamente controvertida la pretensión de la sociedad de ejercer autoridad sobre los disidentes. Los grandes escritores a los cuales debe el mundo la libertad religiosa que posee, han afirmado la libertad de conciencia como un derecho inviolable y han negado, absolutamente, que un ser humanos pueda ser responsable ante otros por su creencia religiosa. Es tan natural, sin embargo, a la humanidad la intolerancia en aquello que realmente le interesa, que la libertad religiosa no ha tenido realización práctica en casi ningún sitio, excepto donde la indiferencia que no quiere ver turbada su paz por querellas teológicas ha echado su peso en la balanza. En las mentes de casi todas las personas religiosas, aun en los países más tolerantes, no es admitido sin reservas el deber de la tolerancia. Una persona transigirá con un disidente en materia de gobierno eclesiástico, pero no en materia de dogma; otra, puede tolerar a todo el mundo, menos a un papista o un unitario; otra, a todo el que crea en una religión revelada; unos cuentos, extenderán un poco más su caridad, pero se detendrá en la creencia en Dios y en la vida futura. Allí donde el sentimiento de la mayoría es sincero e intenso se encuentra poco abatida su pretensión a ser obedecido.
En Inglaterra, debido a las peculiares circunstancias de nuestra historia política, aunque el yugo de la opinión es acaso más pesado, el de la ley es más ligero que en la mayoría de los países de Europa; y hay un gran recelo contra la directa intervención del legislativo, o el ejecutivo, en la conducta privada, no tanto por una justificada consideración hacia la independencia individual como por la costumbre, subsistente todavía, de ver en el Gobierno el representante de un interés opuesto al público. La mayoría no acierta todavía a considerar el poder del Gobierno como su propio poder, ni sus opiniones como las suyas propias. Cuando lleguen a eso, la libertad individual se encontrará tan expuesta a invasiones del Gobierno como ya lo está hoy a invasiones de la opinión pública. Más, sin embargo, como existe un fuerte sentimiento siempre dispuesto a salir al paso de todo intento de control legal de los individuos, en cosas en las que hasta entonces no habían estado sujetas a él, y esto lo hace con muy poco discernimiento en cuanto así la materia está o no dentro de la esfera del legítimo control legal, resulta que ese sentimiento, altamente laudable en conjunto, es con frecuencia tan inoportunamente aplicado como bien fundamentado en los casos particulares de su aplicación.
Realmente no hay un principio generalmente aceptado que permita determinar de un modo normal y ordinario la propiedad o impropiedad de la intervención del Gobierno. Cada uno decide según sus preferencias personales. Unos, en cuanto ven un bien que hacer o un mal que remediar instigarían voluntariamente al Gobierno para que emprendiese la tarea; otros, prefieren soportar casi todos los males sociales antes que aumentar la lista de los intereses humano susceptibles de control gubernamental. Y los hombres se colocan de un lado o del otro, según la dirección general de sus sentimientos, el grado de interés que sienten por la cosa especial que el Gobierno habría de hacer, o la fe que tengan en que el Gobierno la haría como ellos prefiriesen, pero muy rara vez en vista de una opinión permanente en ellos, en cuanto a qué cosas son propias para ser hechas por un Gobierno. Y en mi opinión, la consecuencia de esta falta de regla o principio es que tan pronto es un partido el que yerra como el otro; con la misma frecuencia y con igual impropiedad se invoca y se condena la intervención del Gobierno.
El objeto de este ensayo es afirmar un sencillo principio destinado a regir absolutamente las relaciones de la sociedad con el individuo en lo que tengan de compulsión o control, ya sean los medios empleados la fuerza física en forma de penalidades legales o la coacción moral de la opinión pública.
Este principio consiste en afirmar que el único fin por el cual es justificable que la humanidad, individual o colectivamente, se entremeta en la libertad de acción de uno cualquiera de sus miembros, es la propia protección. Que la única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad, es evitar que perjudique a los demás. Su propio bien, físico o moral, no es justificación suficiente. Nadie puede ser obligado justificadamente a realizar o no realizar determinados actos, porque eso fuera mejor para él, porque le haría feliz, porque, en opinión de los demás, hacerlo sería más acertado o más justo.
Estas son buenas razones para discutir, razonar y persuadirle, pero no para obligarle o causarle algún perjuicio si obra de manera diferente Para justificar esto sería preciso pensar que la conducta de la que se trata de disuadirle producía un perjuicio a algún otro. La única parte de la conducta de cada uno por la que él es responsable ante la sociedad es la que se refiere a los demás. En la parte que le concierne meramente a él, su independencia es, de derecho, absoluta. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu, el individuo es soberano.
Casi es innecesario decir que esta doctrina es sólo aplicable a seres humanos en la madurez de sus facultades. No hablamos de los niños ni de los jóvenes que no hayan llegado a la edad que la ley fije como la de la plena masculinidad o femineidad. Los que están todavía en una situación que exige sean cuidados por otros, deben ser protegidos contra sus propios actos, tanto como contra los daños exteriores. Por la misma razón podemos prescindir de considerar aquellos estados atrasados de la sociedad en los que la misma raza puede ser considerada como en su minoría de edad. Las primeras dificultades en el progreso espontáneo son tan grandes que es difícil poder escoger los medios para vencerlas; y un gobernante lleno de espíritu de mejoramiento está autorizado para emplear todos los recursos mediante los cuales pueda alcanzar un fin, quizá inaccesible de otra manera. El despotismo es un modo legítimo de gobierno tratándose de bárbaros, siempre que su fin sea su mejoramiento, y que los medios se justifiquen por estar actualmente encaminados a ese fin. La libertad, como un principio, no tiene aplicación a un estado de cosas anterior al momento en que la humanidad se hizo capaz de mejorar por la libre y pacífica discusión. Hasta entonces, no hubo para ella más que la obediencia implícita a un Akbar o un Carlomagno, si tuvo la fortuna de encontrar alguno. Pero tan pronto como la humanidad alcanzó la capacidad de ser guiada hacia su propio mejoramiento por la convicción o la persuasión (largo período desde que fue conseguida en todas las naciones, del cual debemos preocuparnos aquí), la compulsión, bien sea en la forma directa, bien en la de penalidades por inobservancia, no es que admisible como un medio para conseguir su propio bien, y sólo es justificable para la seguridad de los demás.
Debe hacerse constar que prescindo de toda ventaja que pudiera derivarse para mi argumento de la idea abstracta de lo justo como de cosa independiente de la utilidad. Considero la utilidad como la suprema apelación en las cuestiones éticas; pero la utilidad, en su más amplio sentido, fundada en los intereses permanentes del hombre como un ser progresivo. Estos intereses autorizan, en mi opinión, el control externo de la espontaneidad individual sólo respecto a aquellas acciones de cada uno que hacer referencia a los demás. Si un hombre ejecuta un acto perjudicial a los demás, hay un motivo para castigarle, sea por la ley, sea, donde las penalidades legales no puedan ser aplicadas, por la general desaprobación. Hay también muchos actos beneficiosos para los demás a cuya realización puede un hombre ser justamente obligado, tales como atestiguar ante un tribunal de justicia, tomar la parte que le corresponda en la defensa común o en cualquier otra obra general necesaria al interés de la sociedad de cuya protección goza; así como también la de ciertos actos de beneficencia individual como salvar la vida de un semejante o proteger al indefenso contra los malos tratos, cosas cuya realización constituye en todo momento el deber de todo hombre, y por cuya inejecución puede hacérsele, muy justamente, responsable ante la sociedad. Una persona puede causar daño a otras no sólo por su acción, sino por su omisión, y en ambos casos debe responder ante ella del perjuicio. Es verdad que el caso último exige un esfuerzo de compulsión mucho más prudente que el primero. Hacer a uno responsable del mal que haya causado a otro es la regla general; hacerle responsable por no haber prevenido el mal, es, comparativamente, la excepción. Sin embargo, hay muchos casos bastante claros y bastante graves para justificar la excepción. En todas las cosas que se refieren a las relaciones externas del individuo, éste es, de jure, responsable ante aquellos cuyos intereses fueron atacados, y sin necesario fuera, ante la sociedad, como su protectora. Hay, con frecuencia, buenas razones para no exigirle esta responsabilidad; pero tales razones deben surgir de las especiales circunstancias del caso, bien sea por tratarse de uno en el cual haya probabilidades de que el individuo proceda mejor abandonado a su propia discreción que sometido a una cualquiera de las formas de control que la sociedad pueda ejercer sobre él, bien sea porque el intento de ejercer este control produzca otros males más grandes que aquellos que trata de prevenir. Cuando razones tales impidan que la responsabilidad sea exigida, la conciencia del mismo agente debe ocupar el lugar vacante del juez y proteger los intereses de los demás que carecen de una protección externa, juzgándose con la mayor rigidez, precisamente porque el caso no admite ser sometido al juicio de sus semejantes.
Pero hay una esfera de acción en la cual la sociedad, como distinta del individuo, no tiene, si acaso, más que un interés indirecto, comprensiva de toda aquella parte de la vida y conducta del individuo que no afecta más que a él mismo, o que si afecta también a los demás, es sólo por una participación libre, voluntaria y reflexivamente consentida por ellos. Cuando digo a él mismo quiero significar directamente y en primer lugar; pues todo lo que afecta a uno puede afectar a otros a través de él, y ya será ulteriormente tomada en consideración la objeción que en esto puede apoyarse. Esta es, pues, la razón propia de la libertad humana. Comprende, primero, el dominio interno de la conciencia; exigiendo la libertad de conciencia en el más comprensivo de sus sentidos; la libertad de pensar y sentir; la más absoluta libertad de pensamiento y sentimiento sobre todas las materias, prácticas o especulativas, científicas, morales o teológicas. La libertad de expresar y publicar las opiniones puede parecer que cae bajo un principio diferente por pertenecer a esa parte de la conducta de un individuo que se relaciona con los demás; pero teniendo casi tanta importancia como la misma libertad de pensamiento y descansando en gran parte sobre las mismas razones, es prácticamente inseparable de ella. En segundo lugar, es prácticamente inseparable de ella. En segundo lugar, la libertad humana exige libertad en nuestros gustos y en la determinación de nuestros propios fines; libertad para trazar el plan de nuestra vida según nuestro propio carácter para obrar como queramos, sujetos a las consecuencias de nuestros actos, sin que nos lo impidan nuestros semejantes en tanto no les perjudiquemos, a un cuando ellos puedan pensar que nuestra conducta es loca, perversa o equivocada. En tercer lugar, de esta libertad de cada individuo se desprende la libertad, dentro de los mismos límites, de asociación entre individuos: libertad de reunirse para todos los fines que no sean perjudicar a los demás; y en el supuesto de que las personas que se asocian sean mayores de edad y no vayan forzadas ni engañadas.
No es libre ninguna sociedad, cualquiera que sea su forma de gobierno, en la cual estas libertades no estén respetadas en su totalidad; y ninguna es libre por completo si no están en ella absoluta y plenamente garantizadas. La única libertad que merece este nombre es la de buscar nuestro propio bien, por nuestro camino propio, en tanto no privemos a los demás del suyo o les impidamos esforzarse por conseguirlo. Cada uno es el guardián natural de su propia salud, sea física, mental o espiritual. La humanidad sale más gananciosa consintiendo a cada cual vivir a su manera que obligándole a vivir a la manera de los demás.
Aunque esta doctrina no es nueva, y a alguien puede parecerle evidente por sí misma, no existe ninguna otra que más directamente se oponga a la tendencia general de la opinión y la práctica reinantes. La sociedad ha empleado tanto esfuerzo en tratar (según sus luces) de obligar a las gentes a seguir sus nociones respecto de perfección individual, como en obligarles a seguir las relativas a la perfección social. Las antiguas repúblicas se consideraban con título bastante para reglamentar, por medio de la autoridad pública, toda la conducta privada, fundándose en que el Estado tenía profundo interés en la disciplina corporal y mental de cada uno de los ciudadanos, y los filósofos apoyaban esta pretensión; modo de pensar que pudo ser admisible en pequeñas repúblicas rodeadas de poderosos enemigos, en peligro constante de ser subvertidas por ataques exteriores o conmociones internas, y a las cuales podía fácilmente ser fatal un corto período de relajación en la energía y propia dominación, lo que no las permitía esperar los saludables y permanentes efectos de la libertad. En el mundo moderno, la mayor extensión de las comunidades políticas y, sobre todo, la separación entre la autoridad temporal y la espiritual (que puso la dirección de la conciencia de los hombres en manos distintas de aquellas que inspeccionaban sus asuntos terrenos), impidió una intervención tan fuerte de la ley en los detalles de la vida privada; pero el mecanismo de la represión moral fue manejado más vigorosamente contra las discrepancias de la opinión reinante en lo que afectaba a la conciencia individual que en materias sociales; la religión, el elemento más poderoso de los que han intervenido en la formación del sentimiento moral, ha estado casi siempre gobernada, sea por la ambición de una jerarquía que aspiraba al control sobre todas las manifestaciones de la conducta humana, sea por el espíritu del puritanismo.
Y algunos de estos reformadores que se han colocado en la más irreductible oposición a las religiones del pasado, no se han quedado atrás, ni de las iglesias, ni de las sectas, a afirmar el derecho de dominación espiritual: especialmente M. Comte, en cuyo sistema social, tal como se expone en su Traité de Politique Positive, se tiende (aunque más bien por medios morales que legales) a un despotismo de la sociedad sobre el individuo, que supera todo lo que puede contemplarse en los ideales políticos de los más rígidos ordenancistas, entre los filósofos antiguos.
Aparte de las opiniones peculiares de los pensadores individuales, hay también en el mundo una grande y creciente inclinación a extender indebidamente los poderes de la sociedad sobre el individuo, no sólo por la fuerza de la opinión, sino también por la de la legislación; y como la tendencia de todos los cambios que tienen lugar en el mundo es a fortalecer la sociedad y disminuir el poder del individuo, esta intromisión no es uno de los males que tiendan a desaparecer espontáneamente, sino que, por el contrario, se hará más y más formidable cada día. Esta disposición del hombre, sea como gobernante o como ciudadano, a imponer sus propias opiniones e inclinaciones como regla de conducta para los demás, está tan enérgicamente sostenida por algunos de los mejores y algunos de los peores sentimientos inherentes a la naturaleza humana que casi nunca se contiene si no es por falta de poder; y como el poder no declina, sino que crece, debemos esperar, a menos que se levante contra el mal una fuerte barrera de convicción moral, que en las presentes circunstancias del mundo hemos de verle aumentar.
Será conveniente para el argumento que en vez de entrar, desde luego, en la tesis general, nos limitemos en el primer momento a una sola rama de ella, respecto de la cual el principio aquí establecido es, si no completamente, por lo menos hasta un cierto punto, admitido por las opiniones corrientes.
Esta rama es la libertad de pensamiento, de la cual es imposible separar la libertad conexa de hablar y escribir. Aunque estas libertades, en una considerable parte, integran la moralidad política de todos los países que profesan la tolerancia religiosa y las instituciones libres, los principios, tanto filosóficos como prácticos, en los cuales se apoyan, no son tan familiares a la opinión general ni tan completamente apreciados aún por muchos de los conductores de la opinión como podría esperarse. Estos principios, rectamente entendidos, son aplicables con mucha mayor amplitud de la que exige un solo aspecto de la materia, y una consideración total de esta parte de la cuestión será la mejor introducción para lo que ha de seguir. Espero me perdonen aquellos que nada nuevo encuentren en lo que voy a decir, por aventurarme a discutir una vez más un asunto que con tanto frecuencia ha sido discutido desde hace tres siglos.
lunes, 11 de agosto de 2008
Los impuestos a las exportaciones agropecuarias y sus implicancias
Argentina es un país ‘corto-placista’, y este tipo de impuestos es uno de los que atentan contra el agregado de valor a la producción primaria que se observa en muchos de nuestros países competidores. Ninguno de los principales competidores aplica impuestos a las exportaciones agropecuarias; ni los que subsidian (como la Unión Europea, EE.UU. o Canadá), ni los que no lo hacen (como Brasil, Australia, Chile y Nueva Zelanda)”. Si los países competidores, desarrollados o en desarrollo, no gravan la producción agropecuaria con impuestos a las exportaciones, ¿estarán todos equivocados?, o ¿habrán intentado generar sus recursos fiscales con otros impuestos menos distorsivos y con menor impacto en el crecimiento y en la distribución regional del ingreso?
Los impuestos a las exportaciones agropecuarias, más conocidos como las “retenciones agropecuarias” -aunque esta denominación no es técnicamente correcta dado que no se trata de una retención sino de una imposición- tienen ya una larga historia en Argentina. Su fijación y sus modificaciones periódicas usualmente dan lugar a discusiones acaloradas, por lo general asociadas a distintas visiones sobre sus impactos e implicancias. En realidad, como todo impuesto, tienen aspectos positivos y negativos cuya ponderación depende de la perspectiva desde la cual se los analiza: la simplicidad como instrumento de recaudación fiscal, la distribución federal de los ingresos públicos, el mandato constitucional en relación a quién fija los impuestos, las implicancias sociales, sus impactos en el crecimiento económico y en la distribución regional y sectorial de los ingresos, sus implicancias en la composición y la estructura económica, etc. Otra dimensión importante del análisis es el relativo a sus implicancias en el corto y en el largo plazo y el tipo de estabilidad jurídica resultante. A continuación se hace referencia a cada una de estas dimensiones.
La simplicidad como instrumento de recaudación fiscal:
Quienes priorizan la simplicidad en la recaudación impositiva, y la capacidad del Estado de realizar ajustes rápidos en los ingresos públicos para lograr equilibrio fiscal, entienden que este impuesto es suma- mente eficiente. Recuerdo que cuando se estaba por eliminar dichos gravámenes en 1990, los funcionarios del Fondo Monetario Internacional se opusieron, para evitar riesgos en el balance fiscal.De hecho, una simple resolución ministerial permite resolver los problemas de caja. Es mucho más fácil lograr el equilibrio fiscal aumentando impuestos de simple recaudación y de muy difícil evasión, como es el caso de los impuestos al comercio exterior, que reducir el gasto público, que tiene mayores “costos políticos”. La experiencia reciente muestra que el aumento sustancial del gasto público de 2007 y de 2008 será resuelto en gran medida con el aumento en la recaudación, resultante de los impuestos a las exportaciones agropecuarias. Un enfoque fiscal eficiente y facilista en el corto plazo.La distribución federal de los ingresos públicos y el mandato constitucional de quien fija los impuestos:Otro aspecto ligado al anterior es el correspondiente a la distribución federal de los ingresos públicos. Los impuestos al comercio exterior no se coparticipan, es decir que toda su recaudación corresponde al Gobierno Nacional. Esta característica los hace más atractivos aun para el Poder Ejecutivo Nacional y, generalmente, tiene oposición de las provincias, que no se benefician con la recaudación de un impuesto que grava significativamente a los bienes producidos en ellas. El gravamen aumenta el poder político central y es consistente con el dicho popular de que “Dios está en todas partes, pero atiende en Buenos Aires”. En una perspectiva a largo plazo, esta alta concentración de los ingresos públicos nacionales es uno de los aspectos que contribuye a tener dos países distintos; el interior pobre y la capital poderosa políticamente y opulenta.
Quienes priorizan la simplicidad en la recaudación impositiva, y la capacidad del Estado de realizar ajustes rápidos en los ingresos públicos para lograr equilibrio fiscal, entienden que este impuesto es suma- mente eficiente. Recuerdo que cuando se estaba por eliminar dichos gravámenes en 1990, los funcionarios del Fondo Monetario Internacional se opusieron, para evitar riesgos en el balance fiscal.De hecho, una simple resolución ministerial permite resolver los problemas de caja. Es mucho más fácil lograr el equilibrio fiscal aumentando impuestos de simple recaudación y de muy difícil evasión, como es el caso de los impuestos al comercio exterior, que reducir el gasto público, que tiene mayores “costos políticos”. La experiencia reciente muestra que el aumento sustancial del gasto público de 2007 y de 2008 será resuelto en gran medida con el aumento en la recaudación, resultante de los impuestos a las exportaciones agropecuarias. Un enfoque fiscal eficiente y facilista en el corto plazo.La distribución federal de los ingresos públicos y el mandato constitucional de quien fija los impuestos:Otro aspecto ligado al anterior es el correspondiente a la distribución federal de los ingresos públicos. Los impuestos al comercio exterior no se coparticipan, es decir que toda su recaudación corresponde al Gobierno Nacional. Esta característica los hace más atractivos aun para el Poder Ejecutivo Nacional y, generalmente, tiene oposición de las provincias, que no se benefician con la recaudación de un impuesto que grava significativamente a los bienes producidos en ellas. El gravamen aumenta el poder político central y es consistente con el dicho popular de que “Dios está en todas partes, pero atiende en Buenos Aires”. En una perspectiva a largo plazo, esta alta concentración de los ingresos públicos nacionales es uno de los aspectos que contribuye a tener dos países distintos; el interior pobre y la capital poderosa políticamente y opulenta.
El mandato constitucional fue claro: los impuestos los fija el Congreso Nacional, en el que participan representantes de las Provincias. Concentrar una parte sustancial de la recaudación fiscal, en impuestos no establecidos democráticamente, implica violar el espíritu de la Constitución. Pero además, tiene serias implicancias en relación a la estabilidad jurídica y al tipo de inversiones a que se induce, dado que de un día para otro una resolución ministerial puede cambiar totalmente la ecuación económica de las empresas.El cambio de las reglas de juego y la baja capitalización de sector agroindustrial argentino:Argentina es un país “corto-placista”, y este tipo de impuestos es uno de los que atentan contra el agregado de valor a la producción primaria que se observa en muchos de nuestros países competidores.Ninguno de los principales competidores aplica impuestos a las exportaciones agropecuarias; ni los que subsidian (como la Unión Europea, EE.UU. o Canadá), ni los que no lo hacen (como Brasil, Australia, Chile y Nueva Zelanda).En Argentina la mayor parte de las innovaciones agropecuarias que tienen amplia difusión son las de respuesta a corto plazo, fertilizar o no, usar semillas mejoradas o no. El cambio permanente en las reglas de juego, como es el caso de las “retenciones” o las devaluaciones, es uno de los motivos de la baja capitalización y de agregado de valor local del sector agroindustrial argentino, cuyo promedio de precio de sus exportaciones es casi la mitad del correspondiente a Australia, la tercera parte que el de Chile, y menos de la cuarta parte que el de Nueva Zelanda.Un enfoque erróneo sería pensar que ello es porque los productores no invierten o no adoptan las tecnologías que están disponibles y que se utilizan en dichos países. De hecho los productores argentinos son los más competitivos del mundo en las actividades a corto plazo, y aplican agricultura de precisión y otras técnicas modernas que les permite el contexto de precios relativos internos existente. Se exportan los commodities sin agregar mucho valor, porque las alternativas de procesamiento generalmente implican inversiones y mayor incertidumbre en los resultados.
Las implicancias sociales de los impuestos a las exportaciones:
Otro aspecto que puede ser controvertido es el relativo a las implicancias sociales.Uno de los principales argumentos, que emplean quienes piensan que los impuestosa las exportaciones son un buen instrumento de política social, es que con ellas se contribuye a reducir los precios internos de los alimentos y a controlar la inflación cuando los precios internacionales aumentan.Efectivamente, las “retenciones” reducen algunos de los precios internos de los bienes que se exportan, con lo cual en principio con ello se logra tener alimentos baratos. Pero la consideración de sus impactos sociales es más compleja, dado que los productos agropecuarios son la principal fuente de ingresos de las regiones pobres del interior del país. En Argentina, los problemas de pobreza son mucho más serios en el NEA o el NOA, que en Buenos Aires y otros centros urbanos. Reducir los principales ingresos de los pobladores del interior del país tiene serias consecuencias sociales para las zonas más pobres de Argentina y alienta la migración rural urbana, con sus implicancias negativas en materia social y de ocupación territorial.Cuando se aplican “retenciones” para reducir los precios de los alimentos, se logran menores precios para todos los consumidores, inclusive los más ricos. Existen otras alternativas de asistencia directa a los pobres, para que puedan adquirir alimentosbaratos en forma direccionada, que sería mucho más eficiente y equitativa para el conjunto de la sociedad y en particular para los más pobres, que se encuentran en el interior del país y que dependen de los ingresos agrícolas.No está tan claro, en cambio, que con estos impuestos se logre controlar la inflación. Otros factores son mucho más importantes. Basta señalar que la mayor parte de los países del mundo tienen actualmente tasas de inflación menores a las de Argentina y no aplican “retenciones”. Sin ir más lejos, nuestros vecinos uruguayos, brasileros y chilenos han tenido, en 2007 y en años anteriores, inflaciones mucho menores, no han “corregido” sus índices y tampoco han aplicado dichos gravámenes.La aplicación de altos impuestos a las exportaciones genera des-incentivos para las inversiones y el crecimiento económico, precisamente en aquellos sectores en los cuales el contexto internacional brinda oportunidades para Argentina.Por muchas décadas la producción agropecuaria creció a tasas relativamente bajas, como consecuencia de los bajos precios relativos insumo producto, resultantes de la política arancelaria (altos impuestos para las importaciones de bienes e insumos y altos impuestos a las exportaciones de los productos).A partir de principios de los años 90, se contó con un entorno de políticas internas más favorables que resultaron en una impresionante reacción de la producción agrícola argentina. Se eliminaron las “retenciones” y se redujeron los impuestos a las importaciones. A pesar de que los precios internacionales no eran favorables, prácticamente se duplicó la producción de granos en menos de una década.La distorsión que generan los aranceles en la estructura económica del país:Los nuevos aumentos en los precios internacionales han contribuido a mantener altas tasas de crecimiento en los años recientes. Pero la pregunta es cuánto más podríamos crecer si no se distorsionaran en el mercado interno los incentivos existentes a nivel mundial.A principios del siglo XX, Argentina aprovechó el contexto internacional y se convirtió en uno de los países más dinámicos del mundo, mejorando sus ingresos por habitante. Hoy esas oportunidades las están aprovechando nuestros vecinos del MERCOSUR, especialmente Brasil.Pero uno de los aspectos más negativos para la construcción de un país competitivoen el largo plazo son las distorsiones que generan los aranceles en la estructura económica del país. Llevan a un país dual, con un interior pobre, y ciudades con altos ingresos y alimentos baratos.Los menores precios agrícolas inducen a una fuerte concentración económica; las grandes empresas pueden competir y, de hecho, lo hacen y contribuyen actualmente al crecimiento de la producción.Pero los pequeños y medianos agricultores no pueden subsistir, por lo que la producción se está concentrando cada vez más, y las pequeñas ciudades del interior van perdiendo sistemáticamente sus recursos humanos. Desaparece la vida en el interior del país.La dualidad es muy seria si Argentina pretende integrarse al mundo. No parece lógico pretender que un productor de soja tenga que desarrollarse con precios internos de sus productos aproximadamente 40% menores a los precios internacionales, y que al mismo tiempo un productor de automóviles o de textiles pueda vender sus productos a precios 35% mayor a los del mercado internacional.La integración al mundo no hace viable estas dualidades y Argentina termina siendo un país que crece esporádicamente, por unos pocos años, hasta que se agota el mercado interno. Si el sector agroalimentario argentino no fuera significativo para la economía en su conjunto o para el empleo, la discriminación no sería tan seria. Pero el sector genera el 35% del empleo.Cabe entonces una reflexión final. Si los países competidores, desarrollados o en desarrollo, no gravan la producción agropecuaria con impuestos a las exportaciones, ¿estarán todos equivocados? O ¿habrán intentado generar sus recursos fiscales con otros impuestos menos distorsivos y con menor impacto en el crecimiento y en la distribución regional del ingreso?
Marcelo Regúnaga,
Ingeniero Agrónomo UBA; Magíster Scientiae en Economía Agraria; ex-subsecretario de economía agraria Secretaría de Agricultura, Ganadería y Pesca; Director ejecutivo de la Fundación Agronegocios y Alimentos.
Hood Robin
El titulo de la nota NO es un error involuntario. Pasa que los gobiernos pretenden ser la versión moderna de Robin Hood, pero invariablemente terminan siendo Hood Robin. Para la sabiduría popular, este mítico personaje, robaba a los ricos para distribuir su botín entre los pobres. Los gobiernos, recitan esta moral, pero concluyen haciendo exactamente lo contrario. Les sacan a los pobres para darle a los que más tienen.
Lo poco que se sabe respecto de esta clásica leyenda nacida en Inglaterra, cuenta esa historia oficial. No se tiene la certeza acerca de si este personaje existió. Lo concreto es que, no les quitaba bienes a los ricos para darle a los pobres, sino que luchaba contra la autoridad, personificada en el sheriff de Nottingham y en el famoso Príncipe Juan Sin Tierra. Ellos, utilizando la fuerza del poder público, se apropiaban de las riquezas de los nobles. El legendario héroe en cuestión, desde la clandestinidad en los bosques de Sherwood, recuperaba esas posesiones de manos de quienes la habían logrado ilegítimamente, para devolvérselas a sus víctimas.
No es un detalle menor, para la ideologizada historia que nos suelen contar. Pero en esta oportunidad, importa comparar esa visión tradicional del hombre justo, que quitaba a los ricos para ayudar a los pobres, con este Estado del bienestar que supimos conseguir.
Para el mundo en general, y especialmente para los latinos, existe cierta bondad en la mágica idea de apropiarse de las posesiones de los ricos, para distribuirlas entre los más pobres. Esta escala de valores, es fervientemente apoyada por los que menos tienen. Pero, fundamentalmente, por los que se autoproclaman expertos en la materia, erigiéndose como los indicados para distribuir esos bienes. Vale recordar aquello que dice que "el que parte y reparte se queda con la mejor parte". Se han ocupado además, ellos mismos, de darle un soporte intelectual y, por sobre todo, emotivo al asunto.
Argumentos, no hay muchos. Solo esa falacia que logra ajustar las premisas a la conclusión diseñada, alterando la .esencia del pensamiento lógico.
La idea de la redistribucion de la riqueza goza de una desproporcionada popularidad, particularmente en los sectores que menos tienen y que suponen ser lo favorecidos por el sistema. Es que compraron el argumento lineal de sus artífices. Sacar a los ricos y repartir entre los pobres. Aunque inmoral, porque olvida el origen de la propiedad de esos recursos, suena tentador, especialmente a los beneficiados en esa redistribución.
Asume esta ideología, que la distribución, es decir la primaria, la que surge de la interacción voluntaria entre seres humanos, no es justa. Dicen así que otorga a algunos, que no se merecen, y deja afuera a otros, los más, desdichados.
Llega entonces, bajo este razonamiento, la mágica mano del Estado, justo, equitativo, eficiente, criterioso y ecuánime para resolver aquello que los individuos no han logrado por sus propios medios. Vaya fantasía.
En realidad, la redistribucion de la riqueza solo puede ser admitida desde un costado demasiado emocional, brindando pocos argumentos y escasa racionalidad.
Sin embargo, hay que decirlo, goza de popularidad. De hecho, no existen prácticamente partidos políticos de significación electoral, que no suscriban y reciten este arrullo para los oídos de muchos votantes.
Hace poco tiempo se conoció información estadística en la República Argentina que concluye que buena parte de los subsidios que intentan contener el aumento de precios termina beneficiando a los sectores económicos mejor acomodados. Unos 14 mil millones de pesos llegan así, a las manos de los que menos privaciones tienen.
De esta manera, la tan aplaudida redistribución se vuelve regresiva. Ni siquiera consigue sus fines originales. No solo no corrige lo que ya, opinablemente, pretende ajustar, sino que profundiza el cuadro de situación que observa como repudiable.
Los subsidios se han convertido en "un clásico" entre las herramientas de gobierno admitidos por la sociedad para esa tan ansiada y utópica redistribución. No lo consiguen, pero no porque se eligen mal los medios para lograrlo, sino porque la redistribución, esconde implícitamente, una igualación de accesos a ciertos derechos que justamente, los que menos tienen, no podrán nunca disponer por cuestiones que le son propias.
Los sectores de la sociedad que están absolutamente impedidos porque viven en extrema pobreza, terminan pagando, directa e indirectamente, las comodidades de sectores con mayores oportunidades. Subsidiar la producción, distribución o incluso los precios de determinadas mercancías, como los alimentos, energía o transporte, resuelve, paradójicamente, el problema de los sectores que SI pueden pagarlo.
No resulta necesario entrar en detalles acerca de la significación de los "costos administrativos" de estas gestiones redistributivas donde conviven arbitrariedades y discrecionalidades. La corrupción no esta incluida en esta nómina, pero bien podría ser tenida en cuenta.
La redistribución es definitivamente una utopía. Siempre que se quita a unos para otorgar a otros se cae en una trampa. En este proceso, las inequidades son invariablemente superiores a los beneficios. Si se pretende ayudar a los que menos tienen, esto implica trabajar en otra línea, garantizándoles reglas claras para su desarrollo, ofreciendo transparentes oportunidades a los que poseen el capital para que inviertan allí donde los que menos tienen precisan empleo digno para alimentar a los suyos.
Se favorece a los más pobres, disminuyendo la espantosa presión fiscal que los condena a aportar no menos de 4 de cada 10 pesos, de los que con gran dificultad, generan para sus familias.
Los pobres no necesitan administradores de sus penurias. Su pobreza no permite pagar los obscenos gastos de un Estado que insulta con su despliegue de comitivas, proyectos faraónicos para los que más tienen y corrupción estructural cuya aniquilación es crónicamente postergada.
Probablemente Robin Hood sea una leyenda. La escala de valores que transmite no es de aquellas de las que debamos necesariamente ufanarnos. Igualmente queda claro, que los gobiernos pretenden parecerse a ese mito, pero terminan siendo exactamente lo contrario. Mientras tanto, solo se dedican a quitarle a los más pobres para darle a los más ricos, en esta suerte de Hood Robin.
Lo poco que se sabe respecto de esta clásica leyenda nacida en Inglaterra, cuenta esa historia oficial. No se tiene la certeza acerca de si este personaje existió. Lo concreto es que, no les quitaba bienes a los ricos para darle a los pobres, sino que luchaba contra la autoridad, personificada en el sheriff de Nottingham y en el famoso Príncipe Juan Sin Tierra. Ellos, utilizando la fuerza del poder público, se apropiaban de las riquezas de los nobles. El legendario héroe en cuestión, desde la clandestinidad en los bosques de Sherwood, recuperaba esas posesiones de manos de quienes la habían logrado ilegítimamente, para devolvérselas a sus víctimas.
No es un detalle menor, para la ideologizada historia que nos suelen contar. Pero en esta oportunidad, importa comparar esa visión tradicional del hombre justo, que quitaba a los ricos para ayudar a los pobres, con este Estado del bienestar que supimos conseguir.
Para el mundo en general, y especialmente para los latinos, existe cierta bondad en la mágica idea de apropiarse de las posesiones de los ricos, para distribuirlas entre los más pobres. Esta escala de valores, es fervientemente apoyada por los que menos tienen. Pero, fundamentalmente, por los que se autoproclaman expertos en la materia, erigiéndose como los indicados para distribuir esos bienes. Vale recordar aquello que dice que "el que parte y reparte se queda con la mejor parte". Se han ocupado además, ellos mismos, de darle un soporte intelectual y, por sobre todo, emotivo al asunto.
Argumentos, no hay muchos. Solo esa falacia que logra ajustar las premisas a la conclusión diseñada, alterando la .esencia del pensamiento lógico.
La idea de la redistribucion de la riqueza goza de una desproporcionada popularidad, particularmente en los sectores que menos tienen y que suponen ser lo favorecidos por el sistema. Es que compraron el argumento lineal de sus artífices. Sacar a los ricos y repartir entre los pobres. Aunque inmoral, porque olvida el origen de la propiedad de esos recursos, suena tentador, especialmente a los beneficiados en esa redistribución.
Asume esta ideología, que la distribución, es decir la primaria, la que surge de la interacción voluntaria entre seres humanos, no es justa. Dicen así que otorga a algunos, que no se merecen, y deja afuera a otros, los más, desdichados.
Llega entonces, bajo este razonamiento, la mágica mano del Estado, justo, equitativo, eficiente, criterioso y ecuánime para resolver aquello que los individuos no han logrado por sus propios medios. Vaya fantasía.
En realidad, la redistribucion de la riqueza solo puede ser admitida desde un costado demasiado emocional, brindando pocos argumentos y escasa racionalidad.
Sin embargo, hay que decirlo, goza de popularidad. De hecho, no existen prácticamente partidos políticos de significación electoral, que no suscriban y reciten este arrullo para los oídos de muchos votantes.
Hace poco tiempo se conoció información estadística en la República Argentina que concluye que buena parte de los subsidios que intentan contener el aumento de precios termina beneficiando a los sectores económicos mejor acomodados. Unos 14 mil millones de pesos llegan así, a las manos de los que menos privaciones tienen.
De esta manera, la tan aplaudida redistribución se vuelve regresiva. Ni siquiera consigue sus fines originales. No solo no corrige lo que ya, opinablemente, pretende ajustar, sino que profundiza el cuadro de situación que observa como repudiable.
Los subsidios se han convertido en "un clásico" entre las herramientas de gobierno admitidos por la sociedad para esa tan ansiada y utópica redistribución. No lo consiguen, pero no porque se eligen mal los medios para lograrlo, sino porque la redistribución, esconde implícitamente, una igualación de accesos a ciertos derechos que justamente, los que menos tienen, no podrán nunca disponer por cuestiones que le son propias.
Los sectores de la sociedad que están absolutamente impedidos porque viven en extrema pobreza, terminan pagando, directa e indirectamente, las comodidades de sectores con mayores oportunidades. Subsidiar la producción, distribución o incluso los precios de determinadas mercancías, como los alimentos, energía o transporte, resuelve, paradójicamente, el problema de los sectores que SI pueden pagarlo.
No resulta necesario entrar en detalles acerca de la significación de los "costos administrativos" de estas gestiones redistributivas donde conviven arbitrariedades y discrecionalidades. La corrupción no esta incluida en esta nómina, pero bien podría ser tenida en cuenta.
La redistribución es definitivamente una utopía. Siempre que se quita a unos para otorgar a otros se cae en una trampa. En este proceso, las inequidades son invariablemente superiores a los beneficios. Si se pretende ayudar a los que menos tienen, esto implica trabajar en otra línea, garantizándoles reglas claras para su desarrollo, ofreciendo transparentes oportunidades a los que poseen el capital para que inviertan allí donde los que menos tienen precisan empleo digno para alimentar a los suyos.
Se favorece a los más pobres, disminuyendo la espantosa presión fiscal que los condena a aportar no menos de 4 de cada 10 pesos, de los que con gran dificultad, generan para sus familias.
Los pobres no necesitan administradores de sus penurias. Su pobreza no permite pagar los obscenos gastos de un Estado que insulta con su despliegue de comitivas, proyectos faraónicos para los que más tienen y corrupción estructural cuya aniquilación es crónicamente postergada.
Probablemente Robin Hood sea una leyenda. La escala de valores que transmite no es de aquellas de las que debamos necesariamente ufanarnos. Igualmente queda claro, que los gobiernos pretenden parecerse a ese mito, pero terminan siendo exactamente lo contrario. Mientras tanto, solo se dedican a quitarle a los más pobres para darle a los más ricos, en esta suerte de Hood Robin.
Alberto Medina Méndez
Corrientes, Argentina
Corrientes, Argentina
lunes, 28 de abril de 2008
Lo que subyace al progresismo
El progresismo, por Ignacio Massun
El progresismo es hijo del marxismo, pero con los años fue adquiriendo una fisonomía propia. Los progresistas que suelen llamarse “progres”, tienen en la base de su pensamiento la lucha de clases. De una u otra manera, expresan una visión de la historia bipolar, donde existen oprimidos y opresores, y su acción siempre tiende a la liberación de los primeros. Pero en el progresismo esa raíz marxista suele ser reprimida. Los progresistas nunca expresan abiertamente que desean terminar con la propiedad privada y instaurar un régimen socialista o comunista. Y allí es donde está su mayor debilidad, como diría Freud, esta represión de sus verdaderos orígenes, hace eclosión de una mala manera.
Los progresistas viven en un permanente desencanto. El mundo no es lo que debería ser. Frente a la caída del comunismo, como reconoció Eduardo Galeano, se sienten como niños huérfanos y a la intemperie. No combaten la propiedad privada como principio, pero sospechan de todo el que tiene éxito en los negocios. No rechazan el contrato de trabajo, pero siempre el sueldo del trabajador es menos del que se merece.
Uno de los rasgos más característicos del progresismo es su visión conspirativa de la historia. Por todos lados existen confabulaciones para someter a los pueblos y robarles sus riquezas. La pobreza jamás es fruto de errores propios, siempre se debe a las conspiraciones que desde las sombras se apropian de nuestros bienes. Como señala Popper: la “teoría conspirativa de la sociedad sostiene que los fenómenos sociales se explican cuando se descubre a los hombres o entidades colectivas que se hayan interesados en el acaecimiento de dichos fenómenos (a veces se trata de un interés oculto que primero debe ser revelado), y que han trabajado y conspirado para producirlos. Esta concepción de los objetivos de las ciencias sociales proviene, por supuesto, de la teoría equivocada de que todo lo que ocurre en la sociedad – especialmente los sucesos que, como la guerra, la desocupación, la pobreza, la escasez, etc., por regla general no le gustan a la gente es resultado directo del designio de algunos individuos y grupos poderosos. […] Ya ha desaparecido la creencia en los dioses homéricos cuyas conspiraciones explicaban la historia de la guerra de Troya. Así, los dioses han sido abandonados, pero su lugar pasó a ser ocupado por hombres o grupos poderosos -siniestros grupos opresores cuya perversidad es responsable de todos los males que sufrimos- tales como los Sabios Ancianos de Sión, los monopolistas, los capitalistas o los imperialistas”.
Otra de las características de los progresistas, ligada a la anterior, es su tendencia a sospechar de todos de los que no comparten sus creencias. Quienes piensan diferente, o tienen distintas maneras de ver las cosas, lo hacen intencionalmente, defienden intereses oscuros, o son parte de esa oscura confabulación mundial, o trabajan en defender sus propios intereses egoístas.
Los progresistas quieren redistribuir la riqueza pero no saben cómo, no tienen ningún criterio certero para hacerlo, y jamás consideran los efectos que sobre la producción de riquezas suela causar esa distribución. Consideran a las riquezas como “algo existente” que hay que repartir mejor, no ven el fenómeno en la dinámica en la producción y el crecimiento.
Para el progresista toda persona, por el solo hecho de serlo, merece condiciones económicas tales que le permitan una vida digna. Parece un principio indiscutible, pero cabría preguntarse, si esto fuera así, ¿Quién querría trabajar? En general defienden todo tipo de “asistencialismo”, todo aquello que el estado pueda hacer por los mas pobres, pero nunca se detienen a observar los efectos secundarios que esa ayuda puede generar: clientelismo político, falta de estímulos para la iniciativa para el esfuerzo personal, costos impositivos o retracción de crecimiento económico. Por otra parte, cualquiera sea el monto que el estado utilice para su acción social, siempre será menor del que debería ser, como si tales decisiones no fueran siempre fruto de un compromiso entre objetivos incompatibles.
Frente al tema de la seguridad, siempre se inclinan más hacia el delincuente que hacia las víctimas. Si alguien pone el acento en la defensa de la seguridad inmediatamente los asocian con los represores. Atribuyen la delincuencia a la marginación social, sin diferenciar entre el que roba un pan para comer, y el que organiza secuestros para cobrar millones de dólares. La policía siempre es sospechosa de cometer abusos, y es menos creíble que los delincuentes. Como dice Jorge Fernández Diez “algunos segmentos ideologizados del progresismo, y por supuesto gran parte de la izquierda sostienen que, como la delincuencia es producto de la miseria, y por tanto del capitalismo, los delincuentes son víctimas del sistema. Que forman parte de la lucha de clases y que de alguna manera se revelan contra las injusticias de estado. Que esas víctimas deben ser preservadas de la persecución de la policía que es mafiosa y funcional al despojo producido por la burguesía. […] el delincuente es, en realidad, un individualista salvaje y la sociedad carcelaria, un laboratorio de horror fascista. […] mirar a los delincuentes con admiración y creer que el ambiente en el que se mueven tiene algo que ver con “la cultura de los postergados” resulta un gran mal entendido de ciertas clases ilustradas. Es, precisamente una mirada pequeño-burguesa progre puesto que el proletariado argentino sufre más que nadie las consecuencias de los criminales y tiene por lo tanto pensamientos en las antípodas de esa posición romántica e indulgente.
Son radicalmente “pacifistas”. No justifican la violencia en ninguna circunstancia, si hay una manifestación violenta, en especial si tiene inspiración marxista, no condenan que incendien edificios o ataquen a la policía, porque ven en esas acciones una justificada protesta social. Si, por el contrario, la policía actúa contra los manifestantes, aunque sea dentro del marco de la ley, los acusan de violar sus derechos y ejercer una represión ilegítima. Cuando analizan la situación mundial también son “pacifistas” extremos. Condenan todas las guerras. Obviamente entre la guerra y la paz todos los hombres de bien prefieren la paz. Pero el pacifismo a ultranza, significa que los más fuertes pueden dominar el mundo sin que nadie pueda impedirlo. Si el pacifismo extremo fuera defendido por las mejores personas, hoy Hítler sería emperador del mundo, y hubiera eliminado a todos los judíos, los gitanos y probablemente otras razas del planeta.
En el mismo sentido absolutizan los valores ecológicos. Ante el progreso y la ecología, siempre optan por la ecología. Sueñan con volver a un mundo natural, con tecnologías primitivas y no contaminantes. No perciben que el camino del progreso es irreversible, porque sin la tecnología jamás el planeta podría mantener la población actual, que es decenas de veces mayor que la que existía cuando el trabajo se realizaba con máquinas y herramientas primitivas.
Frente a los animales aplican el esquema opresor-oprimido. Siempre el hombre es culpable de todo lo que le pase a los animales. Cazar un animal es un acto criminal…salvo que se trate de un indígena, en ese caso, como el indígena es un oprimido, puede hacerlo.
Muchos se hacen vegetarianos, porque consideran que matar a un animal para comerlo es una participación en un acto de genocidio sistemático.
Están en contra de la tecnología. No abiertamente, pero ven con malos ojos las innovaciones tecnológicas, porque son creaciones del “gran capital”, las “empresas multinacionales” o el “capitalismo financiero” para hacer gastar a la gente, para alienarla y hacerla cada vez mas dependiente de sus productos. Aunque no lo dicen, son equivalentes a lo que el marxismo denomina “fetiches”.
Sorprendentemente en el tema del aborto, no toman partido por el mas débil, el niño por nacer. Defienden el aborto porque buscan la liberación de la mujer del yugo machista. Consideran que la obligatoria continuidad del embarazo somete a la mujer, símbolo del oprimido, a la voluntad del hombre que “la embarazó”.
Como se oponen obsesivamente contra toda discriminación defienden los derechos de los homosexuales y descalifican como “homo-fóbico” a todo aquel que disienta en su política, no solo de tolerancia sino estímulo a la “libre elección de sexo”. El género es una elección libre de cada uno.
No creen en la democracia representativa. La verdadera democracia está en “la gente” (jamás “el pueblo” o “los votantes”, etc.). La voluntad de “la gente” no se expresa votando ni en las encuestas. No creen en las encuestas por su visión conspirativa: siempre piensan que están adulteradas, salvo las que les den la razón. La voluntad de “la gente” se expresa en manifestaciones callejeras. No importa que en un país de treinta millones la manifestación sea de doscientas personas. Ahí encuentran la verdadera expresión democrática.
Aceptan que se instalen en el país empresas multinacionales y que ganen dinero, pero todo lo que ganan deben reinvertirlo. Cuando retiran utilidades están desangrando al pueblo. Lo mismo ocurre con las empresas “nacionales”. Como los progresistas han renunciado a la ortodoxia marxista pero siguen imbuidos de su “halo mágico” aceptan que haya empresarios, porque los necesitan para que generen puestos de trabajo y produzcan bienes de consumo, pero no aceptan que ganen mucho dinero, y si lo ganan, deben reinvertirlo, jamás disponer del mismo a su antojo.
Es mentira que el Estado sea ineficiente. Aunque constatan a diario que los organismos del Estado gastan mucho y producen poco, atribuyen esto a la conducción actual, a campañas de desprestigio financiadas por intereses espurios en busca de su privatización. Cuando el Estado sea conducido por un gobierno progresista la burocracia mágicamente se volverá eficiente y estará al servicio de “la gente” y no del “lucro desmedido” propio del “capitalismo salvaje”.
La solución de la economía está en los micro-emprendimientos, en la “economía popular”, en las cooperativas pequeñas. No importa que esos proyectos no paguen impuestos, ni den una garantía de futuro a sus integrantes. En realidad estos emprendimientos pueden ser una solución de último recurso para situaciones de emergencia social, peo su productividad es bajísima y jamás pueden dar impulso a una economía. De hecho, en cuanto la actividad económica se reactiva, son la mayoría los que, al tener posibilidad de acceder a un trabajo regular abandonan esos mircroemprendimientos. Sin embargo los progresistas sueñan con que la economía funcione con millones de microempresas.
No están formalmente en contra de las empresas privadas pero diferencian entre pequeñas y medianas empresas (pymes) y “grandes empresas”, las primeras son buenas, o al menos tolerables, las segundas representan el mal. No importa que haya una pyme que sea monopolista, o exija proteccionismo, subsidios, pague bajos sueldos, evada impuestos y sea irresponsable, o que una gran empresa tenga mejores sueldos, mejores servicios sociales, pague impuestos y se mueva en un mercado súper competitivo. El tamaño hace la diferencia. Un buen progresista siempre defenderá las Pymes.
Fomentan el “vivir con lo nuestro”. Aunque no propugnan cerrar las fronteras, defienden el proteccionismo, y la reducción del comercio internacional. Aceptan una reducción del nivel de vida con tal de evitar las exportaciones que “cierran fábricas y eliminan fuentes de trabajo”. Pero no miden hasta que punto esa situación puede hacer colapsar todo lo que es nuestro modo de vida habitual en la actualidad.
Piensan que los pobres viven peor que nunca. No advierten que en términos absolutos la pobreza disminuyó notablemente. Lo que creció en determinados países y en algunas regiones es la desigualdad, pero no bajó el nivel de vida de los pobres en el siglo del capitalismo. Hoy está considerado debajo de la línea de pobreza el que no puede tener televisor o heladera. Aún un linyera ciudadano vive mejor que un recolector de la edad de piedra.
El progresista es opositor. No puede gobernar. Si gana las elecciones o defrauda a su electorado volviéndose retrógrado, liberal, vasallo del neoliberalismo, impulsor del capitalismo salvaje, o deja el gobierno, según él, acosado por las presiones y la imposibilidad de gobernar. En realidad las propuestas progresistas carecen de sustentabilidad. Son adecuadas señalando algunos males sociales, pero no tienen respuestas adecuadas ni coherentes.
Las tribus indígenas tienen la verdad. Como oprimidos representan la verdad ancestral. Tienen conocimientos superiores a los de la cultura occidental que los desprecia. Mantienen un equilibrio con la naturaleza (la madre tierra) que los occidentales capitalistas han perdido. En ellos reside una sabiduría que los occidentales jamás aceptarán. Incluso sus mitos y milagros son respetados y venerados.
El progresista es democrático a ultranza. Trata de llevar la democracia a la familia, a la escuela, al ejército. Le cuesta reconocer la existencia de roles jerárquicos, porque resultan formas de opresión. El maestro debe consultar a sus alumnos antes de actuar, y si es muy exigente con sus estudiantes, es u fascista. Se tiende a nivelar hacia abajo. Todos los alumnos deben aprobar sus exámenes, lo contrario es discriminatorio. No hay que exigir demasiado, la escuela debe lograr que todos tengan éxito. Los alumnos mediocres y poco estudiosos son los futuros oprimidos… hay que defenderlos desde la escuela. Los más capaces y estudiosos, tienen por ello, una cierta “vocación” de triunfadores opresores. Los alumnos deben divertirse en la escuela, deben hacer lo que desean, el docente no puede oprimirlos con obligaciones que ellos no aceptan.
El capitán de un barco debe consultar a sus marineros antes de ordenar un viraje, aunque ponga en peligro a la nave. El cumplimiento de la ley no pude ser impuesto, debe surgir del deseo íntimo de cada uno. Si alguien es obligado a cumplir con una ley que viola su conciencia se lo está oprimiendo.
El progresista es un relativista moral. No existen verdades absolutas, cada persona debe buscar “su verdad” y la verdad depende de las circunstancias históricas y sociales, así como de la voluntad libre de cada uno.
Los derechos humanos, y la lucha contra las discriminaciones, una conquista del liberalismo, han sido tomados por el progresismo y es aplicada de una manera tan extensiva, que no sería raro que pronto se considere una atrocidad negarle la licencia de conducir a los no videntes.
El progresista odia a Estados Unidos, al que identifica con todos los males del mundo. No es sobre la base de un conocimiento histórico ni sociológico de la realidad estadounidense. Estado Unidos es el poder y la riqueza y el progresista siempre está de parte del más débil y pobre. Pero no es porque Estados Unidos comete atrocidades (y vaya si las comete) sino por el solo hecho de ser rico y poderoso que es odiado. Las violaciones que el gobierno estadounidense pueda cometer no son la causa de su encono, sino una confirmación de algo que ya se sabía desde siempre. Solo se puede ser exitoso a costa de las desgracias ajenas.
lunes, 7 de abril de 2008
Retenciones y modelo de País
Cada vez que se discute sobre los impuestos en general, y con respecto a las exportaciones en particular, es común escuchar el argumento de que “la Señora Presidente está planteando un nuevo modelo de país, donde uno de los ejes centrales está en la redistribución de la riqueza”.
La “redistribución de la riqueza” no debe hacerla el Estado (excepto en una mínima proporción), debemos hacerla los ciudadanos que la producimos, es lo que corresponde y es también lo mas beneficioso para el desarrollo del país. Más allá de esto, y obviando lo que sucede cuando un funcionario tiene mucha plata ajena para distribuir, aún con buenísimas intenciones el Estado siempre redistribuye de una forma mucho más ineficiente que los privados. Esto es pobreza a futuro.
Igualmente, y aceptando por un momento que esta fuera la idea (la redistribución), debería hacerse mediante el Impuesto a las Ganancias, ya que es la forma más inteligente de hacer contribuir a los ciudadanos. Mediante retenciones se subsidia a toda la población (sin diferenciar ricos de pobres) y se castiga a los productores más pequeños y marginales. Si quedan dudas, solo hay que mirar lo que hacen nuestros países competidores, ninguno aplica este tipo de impuestos (retenciones), ¿estarán todos equivocados?, o será que los argentinos sabemos mucho de economía…
No creo que debamos discutir el modelo de País, y menos aún que a la Sra. Cristina K le corresponda imponer el “nuevo modelo” a través de un impuesto fijado por un ministro. Este “modelo de país” está bien discutido y claramente expresado, se llama Constitución Nacional y debemos respetarlo, ya que incluye los acuerdos más básicos que debemos considerar todas las personas para llevar adelante nuestra vida en sociedad.
Si nos remitimos a nuestra Constitución Nacional (modelo de país), vemos claramente que los impuestos a las exportaciones son violatorios de la misma. Lo son doblemente; primero por la violación al derecho de propiedad claramente garantizado en la Constitución, dado el monto altísimo sustraído al que produce la riqueza (el dueño de la cosa, el que tiene derecho a usar y gozar de ella como le de la gana con el sólo límite de no perjudicar a otro). Segundo, por la forma en la que se ha fijado esta imposición, que no ha sido aprobada por el congreso (o sea por los representantes del pueblo argentino), lo que es requerido expresamente por la Constitución.
Propongo que en lugar de discutir el “modelo de país” que ya está acordado, discutamos el modelo de gobierno, poniendo énfasis en los conceptos de Representación, República y Federalismo, todos ellos claramente definidos en nuestra Constitución Nacional, y a los que solo resta observar (y respetar) con acciones inteligentes, honestas y transparentes por parte del gobierno.
La “redistribución de la riqueza” no debe hacerla el Estado (excepto en una mínima proporción), debemos hacerla los ciudadanos que la producimos, es lo que corresponde y es también lo mas beneficioso para el desarrollo del país. Más allá de esto, y obviando lo que sucede cuando un funcionario tiene mucha plata ajena para distribuir, aún con buenísimas intenciones el Estado siempre redistribuye de una forma mucho más ineficiente que los privados. Esto es pobreza a futuro.
Igualmente, y aceptando por un momento que esta fuera la idea (la redistribución), debería hacerse mediante el Impuesto a las Ganancias, ya que es la forma más inteligente de hacer contribuir a los ciudadanos. Mediante retenciones se subsidia a toda la población (sin diferenciar ricos de pobres) y se castiga a los productores más pequeños y marginales. Si quedan dudas, solo hay que mirar lo que hacen nuestros países competidores, ninguno aplica este tipo de impuestos (retenciones), ¿estarán todos equivocados?, o será que los argentinos sabemos mucho de economía…
No creo que debamos discutir el modelo de País, y menos aún que a la Sra. Cristina K le corresponda imponer el “nuevo modelo” a través de un impuesto fijado por un ministro. Este “modelo de país” está bien discutido y claramente expresado, se llama Constitución Nacional y debemos respetarlo, ya que incluye los acuerdos más básicos que debemos considerar todas las personas para llevar adelante nuestra vida en sociedad.
Si nos remitimos a nuestra Constitución Nacional (modelo de país), vemos claramente que los impuestos a las exportaciones son violatorios de la misma. Lo son doblemente; primero por la violación al derecho de propiedad claramente garantizado en la Constitución, dado el monto altísimo sustraído al que produce la riqueza (el dueño de la cosa, el que tiene derecho a usar y gozar de ella como le de la gana con el sólo límite de no perjudicar a otro). Segundo, por la forma en la que se ha fijado esta imposición, que no ha sido aprobada por el congreso (o sea por los representantes del pueblo argentino), lo que es requerido expresamente por la Constitución.
Propongo que en lugar de discutir el “modelo de país” que ya está acordado, discutamos el modelo de gobierno, poniendo énfasis en los conceptos de Representación, República y Federalismo, todos ellos claramente definidos en nuestra Constitución Nacional, y a los que solo resta observar (y respetar) con acciones inteligentes, honestas y transparentes por parte del gobierno.
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